Por P. Edourd
Reforma Siglo XXI, Vol. 7, No. 2
La semilla del Post-Modernismo y la cosecha del Post-Cristianismo
(A continuación ofrecemos la segunda parte de Edouard. A pesar de que su lenguaje es técnico a veces, su mensaje es muy importante y debe ser asimilado por todo líder y cristiano que toma en serio su misión en este mundo.)
En un artículo previo (ver Reforma Siglo 21, Noviembre 2005) tratamos de identificar las causas raíces de los muchos males que acosan a la cultura occidental. La descripción más apropiada para nuestra era debiese ser “post-Cristianismo.”
El estudio de la historia implica ciertas dificultades. Estas dificultades existen, en parte, debido a una carencia de una visión general que integre todos los eventos lo mismo que a los sesgos de los revisionistas. También se debe a la apatía de una generación de estudiantes a quienes se les ha enseñado a hacer caso omiso de las lecciones de la historia, y quienes, por consiguiente, no solamente sufren de amnesia sistemática, sino peor aún: están condenados a repetir esas mismas lecciones. La tarea también es complicada en el sentido que en el curso de la historia, el bien y el mal no se hallan compartimentados de una manera clara y meticulosa. A menudo las buenas acciones engendraron reacciones de maldad; las causas malvadas llevaron a buenos efectos; y el bien y el mal a veces coexistieron uno detrás del otro en el mismo movimiento. A pesar de eso, hay importantes conclusiones que pueden derivarse con respecto a nuestra era por todo observador astuto aún ahora, mucho antes que se escriban los libros de historia. Por ejemplo, toda la evidencia señala al hecho de que los males contra los cuales estamos peleando existen permanentemente, de forma inherente, en el mundo fundamento y tejido de la civilización occidental en sí. Estos problemas no existen en un vacío ideológico. Por lo tanto, el postmodernismo no es un fenómeno que apareció repentinamente. Es un suceso con una larga historia de gestación.
La pobreza del Historicismo
Los problemas que ahora estamos enfrentando tienen raíces que se remontan a épocas previas en occidente que hasta el día de hoy siguen siendo elogiados por la mayor parte de los intelectuales, especialmente los historiadores, como el cenit del logro intelectual occidental, y los símbolos por excelencia de la libertad, el poder y la auto-actualización. Muchos de los movimientos intelectuales que han dejado huella en nuestra historia – a los que volvemos nuestra vista con afición, como la cima sobresaliente del dominio occidental – son directamente responsables por el desentrañamiento radical del ímpetu espiritual que ahora estamos experimentando. Esos movimientos incluyen el Renacimiento, la Ilustración, la Declaración de Independencia, la Constitución de los E.U.A., y la Revolución Francesa. Algunos de ellos existen como causas, algunos como efectos, y algunos como ambas cosas. Para citar sino dos ejemplos:
(1) El Renacimiento. El Renacimiento representó un paso significativo hacia adelante en la adquisición y uso del conocimiento por parte del hombre; pero también dio lugar al clímax de las propensiones narcisistas del hombre caído hasta ese momento. Eso se ve particularmente en la producción artística de esa era, y muy marcadamente en el caso del arte del Alto Renacimiento. La Escuela de Atenas de Rafael representa la culminación del dominio artístico y la perspectiva existencial de aquella época: una confluencia de todo lo científico, lo artístico, lo filosófico, lo matemático y espiritual, un verdadero quién es quién, anacrónicamente representado al unísono, pero en “Atenas.” En el centro se hallan Platón y Aristóteles, el primero sosteniendo una copia de su Timeo, señalando el mundo etéreo de las formas perfectas muy por encima; y el otro sosteniendo una copia de su Ética Nicomaquiana, señalando hacia abajo, hacia el realismo. Todos los frescos, esculturas y la arquitectura del Renacimiento evidenciaban la concepción Greco-Romana y adoración del cuerpo y la mente humanas, con una inclinación muy marcada hacia la exaltación de la sexualidad. Aún en la representación de escenas y personajes Bíblicos, el movimiento del arte Gótico y Barroco hacia el arte del Alto Renacimiento es tan diferente como la noche y el día en contraste. Una manera de ver eso es comparar las muchas Madonas que fueron pintadas. Pero quizás, un método igualmente válido es ver la evolución de David a través de las varias esculturas por Verrocchio, Donatello, Miguel Ángel y Bernini. Ya entonces uno ve la muerte de la distinción entre lo sagrado y lo profano, y la subjetividad de la verdad y la historia.
Una de las técnicas favoritas de pintura de esa época fue el claroscuro (chiaro, que significa luz o claro; y oscuro, que significa sombrío). Se refería a la combinación sutil de la luz y la oscuridad en la pintura para crear un efecto. Eso es muy interesante considerando que en nuestra historia intelectual, el Renacimiento se encuentra entre la Alta Edad Media y la Ilustración. Aquí también la distinción se halla en proceso de ser eliminada. Pero esa técnica decía mucho de la pintura, lo mismo que de los pintores. También había un claroscuro moral en la ética gris que el movimiento producía.
(2) La Revolución de Copérnico. A pesar del rencor de la época, especialmente en la iglesia, incluyendo entre los Reformadores, el copernicanismo está en lo correcto tanto científica como bíblicamente. Pero el surgimiento del sistema heliocéntrico y el correspondiente desplazamiento centrífugo del sistema geocéntrico no eliminó simplemente las esferas concéntricas de los sistemas Aristotélico y Ptolemaico. Significaba en realidad que la tierra misma ya no ocupaba un lugar central, o algún lugar de significado, en el universo, como se suponía anteriormente. Y si la tierra ya no ocupaba un lugar central entre las esferas, se deduce que el hombre ya no podía seguir teniendo un lugar central, no en la tierra entre los animales, y no en la galaxia como un todo. Y si el hombre ya no es especial, se deduce que el Dios a quien el hombre le acredita su origen, propósito y destino ya no puede ser especial. De hecho, quizá nunca existió, en primer lugar. Y si ese Dios ya no es relevante, entonces el hombre debe regresar a la máxima de Pitágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas.” Ciertamente que las ramificaciones eran de gran alcance. En realidad era algo confuso: pues por un lado el copernicanismo liberó al hombre para que fuese su propio amo; pero, por otro lado, le hizo darse cuenta de que no había nada especial en él. Las filosofías nihilistas de los Marxistas, los pragmatistas y los existencialistas aún no se habían encarnado. De modo que, de allí en adelante, el hombre hablaría del “Dios de las brechas.” Y cuando las brechas fuesen cubiertas por la explicación científica, Dios iría siendo relegado poco a poco y finalmente sería descartado.
Después del copernicanismo, los esfuerzos científicos del hombre llegaron a ser menos ingeniosos, menos complejas y más exactas. Pero la ciencia se convirtió en cientificismo; se hizo menos personal, menos moral, y finalmente, menos consciente del lugar y la relevancia de Dios en la naturaleza. Una vez que tal tipo de naturalismo se hizo evidente, los asuntos de interés llegaron a ser el positivismo, el magnetismo, la mecánica, el empiricismo, el racionalismo, el Deísmo, el determinismo Laplaciano, e inevitablemente, la teoría de la evolución en sus varias formas. David Hume, quien apareció en escena mucho después, resume el tipo de ciencia y filosofía que resultaron del copernicanismo en la parte final de su influyente obra Enquiries Concerning Human Understanding [Investigaciones Respecto al Entendimiento Humano]:
Cuando repasamos las bibliotecas, persuadidos de estos principios, ¿qué estragos debemos causar? Si tomamos en nuestras manos cualquier volumen; de divinidad o de la escuela de metafísica, por ejemplo; preguntemos, ‘¿Contiene algún razonamiento abstracto respecto a la cantidad o al número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental respecto a la materia del hecho y la existencia? No.’ Consígnalo entonces a las llamas: pues no puede contener nada excepto sofistería e ilusión.
El Cristiano Copérnico nunca tuvo la intención de que esta consecuencia surgiera de su trabajo. Pero “los sabios guardan la sabiduría; mas la boca del necio es calamidad cercana” (Prov. 10:14).
La pregunta para nosotros es: ¿Cómo juzgaremos la Revolución o el Renacimiento? ¿Fueron buenos o malos? En el caso de Copérnico, la respuesta es obvia, o quizás dudosa. ¿Pero, qué de la Reforma? Los estudiantes de historia de la iglesia conocen las muchas contribuciones que el Renacimiento providencialmente hizo para preparar a Europa para la Reforma. Esas contribuciones son similares a las de los Imperios Griego y Romano con respecto al éxito misionero de la iglesia en el primer siglo D.C. Pero también es cierto que la Ilustración es una heredera directa del Renacimiento. En el caso de la Ilustración, el niño superó al padre y llegó a ser más consistente al divorciar al hombre de Dios. Con el tiempo, el hombre natural simplemente llegó a estar más cómodo en su estado caído. Aunque quedaba un vestigio de Cristianismo en la conciencia pública, y en la literatura romántica – como por ejemplo en la parodia de Alexander Pope sobre el registro de la creación, refiriéndose a Newton – pero es un Cristianismo sin Cristo. La obra Marriage of Heaven and Hell [Matrimonio entre el Cielo y el Infierno] de William Blake parece una descripción apropiada de la mente literaria y la conciencia religiosa de la época – no hay distinción entre los dos. Esto es postmodernismo en etapa uterina. Allí, Blake dice que “la eternidad se enamora de los productos del tiempo.” Una vez más, no hay distinción.
Con el tiempo, las contribuciones de ambos, tanto del Renacimiento como de la Ilustración, serán la punta de lanza tanto de la Revolución Americana como de la Francesa – aunque presumiblemente con principios, medios y fines diferentes – y también lo serían las filosofías políticas que estas revoluciones le legarían a occidente. Edmund Burke y el fallecido Leo Strauss son los mejores estudiantes de esas filosofías. La revolución sexual, la proliferación de los movimientos de derechos, el igualitarismo, el feminismo, y así sucesivamente, son también descendientes directos de aquellos movimientos que ahora son ensalzados como los triunfos supremos de occidente.
David Harvey hace un señalamiento interesante en su obra Condition of Postmodernism [Condición del Postmodernismo] cuando dice:
La crisis moral de nuestro tiempo es una crisis del pensamiento de la Ilustración. Porque aunque esta última puede en verdad haberle permitido al hombre emanciparse ‘de la comunidad y tradición de la Edad Media en la que se hallaba sumergida su libertad individual,’ la afirmación de la Ilustración de ‘tú mismo sin Dios’ al final se negaba a sí misma porque la razón, un medio, se quedaba, en ausencia de la verdad de Dios, sin ninguna meta espiritual o moral. Si la lujuria y el poder son ‘los únicos valores que no necesitan la luz de la razón para ser descubiertos,’ entonces la razón tenía que convertirse en un mero instrumento para subyugar a otros. El proyecto teológico postmoderno ha de reafirmar la verdad de Dios sin abandonar los poderes de la razón (p. 41).
La última aseveración es engañosa; pero la crítica que Harvey hace de la Ilustración es correcta.
Muchos Cristianos y los así llamados conservadores, quienes denuncian nuestros problemas actuales, no se remontan lo suficiente para encontrar sus raíces causales. Algunos rehúsan ver, por ejemplo, que la actual crisis igualitaria de nuestro tiempo no se debe al surgimiento del feminismo, sino que ambos, la crisis y el feminismo son corolarios directos de principios consagrados en la Constitución de los E.U.A. y sus presuposiciones acompañantes en los Documentos Federalistas, que se derivaban del pensamiento de la Ilustración. O que el actual embrollo entre la iglesia y el estado no está allí debido a la ACLU, sino que la nefasta ACLU solamente está impulsando y explotando los principios que Jefferson hizo aceptables en su retórica de la “pared de separación,” que también toma prestado del Jacobinismo. La obra de Daniel L. Dreisbach, Thomas Jefferson and the Wall of Separation Between Church and State [Thomas Jefferson y la Pared de Separación Entre la Iglesia y el Estado] (NYU: 2002) es muy útil aquí. La visión sincretista de la Escritura por parte de la iglesia no se debe a nuestra lobotomía colectiva debido a la exposición prolongada a la televisión, sino más bien a la influencia de la alta crítica en general, y de las teorías Teutónicas Graf-Wellhausen en particular, que han debilitado las Escrituras de los Seminarios y de los salones de las Escuelas Dominicales. Y cuando aquellas teorías se mezclaron con el deconstruccionismo y el post-estructuralismo, llevaron al rechazo total de las Escrituras. También eso es un resultado de la mentalidad de la Ilustración que evita la verdad, lo sobrenatural, la exclusividad y toda autoridad. No obstante, pocos miran como los triunfos celebrados del ayer produjeron las tragedias de hoy.
Kurt Mendelssohn, entre muchos otros, muestra esta falta de visión en su exaltación del cientificismo en su potente obra Science and Western Domination [La Ciencia y el Dominio Occidental] (Thames and Hudson: 1976). Mucho de lo que Mendelssohn exalta es precisamente lo que dio lugar al surgimiento del postmodernismo. No hay mejor crítico de la actual cultura Americana que Robert H. Bork. Su incisiva obra Slouching Towards Gomorrah [Rumbo a Gomorra] es una acusación mordaz de la América liberal. El Juez Bork trata con los efectos del postmodernismo en todos los niveles. No obstante, a través de todo el libro, es muy claro que para Bork los 1960’s son la plataforma de lanzamiento de estos problemas. Una vez más, el análisis, aunque amplio y penetrante, no es lo suficientemente completo. Por consiguiente, la solución es inadecuada. O tome al ilustre David F. Wells. En un ensayo titulado “Our Dying Culture” [Nuestra Cultura Agonizante] en el libro Here We Stand: A Call From Confessing Evangelicals [Aquí Estamos: Un Llamado de parte de los Evangélicos Confesantes], Wells escribe:
Lo que es asombroso respecto a nuestra cultura actual es que su corrupción no se halla simplemente en los linderos. No se encuentra entre la élite de la cultura, la Clase Nueva que se ubica en las puertas de nuestras instituciones nacionales para negarles la entrada a aquellos cuyas opiniones se juzgan como intolerables. No se encuentra entre los académicos postmodernos que se inclinan a anular todo significado y principio moral, o entre los pandilleros viciosos de las calles, o entre los raperos que escupen obscenidades y violencias, o entre los mercaderes de la pornografía, o en las revelaciones estrambóticas y descaradas de asuntos profundamente privados transmitidos en los programas de entrevistas por televisión. Lo que es asombroso es que esta corrupción se encuentra en todas partes. No se localiza en este o en aquel foco de depravación, sino que se extiende como una densa niebla por toda nuestra sociedad.
Reconocemos el análisis sensato y obvio de la situación actual por parte del Sr. Wells. No obstante, al igual que Bork, Wells usa los 1960’s como el punto de partida para nuestro descenso gradual hacia el abismo. La presuposición tácita es que si podemos revertir la mentalidad de los 60’s, restaurar el conservatismo en la política, especialmente en las cortes, entonces habremos deshecho estos males. Esto es tanto ingenuo como erróneo. Uno tiene que preguntarse qué fue lo que hizo que los 1960’s llegaran a significar algo inevitable a lo largo de todo el mundo occidental. Los 60’s fueron la cosecha. Debiésemos estar buscando la semilla y la raíz, no el fruto. Owen Chadwick es uno de los pocos intelectuales en el tiempo actual que mostró un hábil entendimiento de esta diabólica genealogía, el que narró de manera brillante en su obra The Secularization of the European Mind in the 19th Century [La Secularización de la Mente Europea en el Siglo XIX] (Cambridge: 1975).
¡Usted Está en Peligro!
Dado que el postmodernismo solo tiene tres décadas de edad, hay razones para creer que lo peor aún está por venir. La plena trascendencia moral de esta cosmovisión, las atrocidades, y los actos de maldad a los que da lugar, solo han comenzado recientemente a ganar la simpatía y la aceptación del público, y justo ahora están siendo explorados y probados – como se prueba un globo de aire. Pronto adquirirán el status de “derechos” protegidos a medida que nos hagamos más consistentes. Ese rumbo es inevitable porque el vicio en el hombre es como el agua en un pavimento roto: encuentra todas las grietas. Esta es la era de la muerte del escándalo. Uno se ve en apuros cuando trata de nombrar una cosa que aún escandalice a un Americano o a un Canadiense, excepto quizás una declaración que revele la “intolerancia” y la “insensibilidad” Cristiana. Por ejemplo, usted notará que la violación ya ni siquiera es reportada como violación en los periódicos. Ahora es “asalto sexual.” De esta manera, la vaguedad del incidente atenúa su carácter nefasto, y de este modo neutraliza su sentido de escándalo hacia él. No creo que los reporteros quieran ocultar que ha ocurrido una violación; pero la “violación” es un acto específico que ha de distinguirse de otros actos. Pero en un mundo en el que no hay distinciones, se prefiere “asalto sexual” porque no es tan específico, y por lo tanto, no implica una distinción respecto a otros actos.
Uno de los graves peligros que actualmente enfrenta el Cristiano de esta generación es el peligro de llegar a acostumbrarse. Eso también puede declararse como el peligro de la conformidad. La exposición prolongada a la maldad tiende a debilitar nuestra conciencia, a desensibilizar nuestra reacción a ella, y a hacer que parezca aceptable. En otras palabras, la única cosa peor que la maldad es el acostumbrarse a ella. A primera vista, censuramos lo desconocido, y aborrecemos lo moralmente repugnante. Pero, si pasa bastante tiempo y nos exponemos a ello comenzaremos a entenderlo, luego simpatizamos con ello, luego lo aceptamos, después lo esperamos, luego nos vamos acostumbrando a ello, después nos ajustamos a su presencia, luego lo defendemos, e incluso podemos imitarlo como una demostración de tolerancia y de mentalidad abierta. Si suficientes hombres asesinan a sus esposas embarazadas, eventualmente el público perderá su habilidad para asombrarse y escandalizarse de tales horrores. Si más madres asesinan a sus niños pequeños y luego afirman demencia, tarde o temprano nos ajustaremos a la presencia de tal abominación, y encontraremos una base hormonal para su justificación. Con el tiempo, se fomentarán teorías psicológicas que sean capaces de racionalizar y defender tales actos. Ya nos hechos acostumbrado a los siguientes hechos, con muy pocas excepciones, que los políticos son incorregibles y unos mentirosos egoístas, que la fornicación precederá o reemplazará al matrimonio, y que nuestra fe será ridiculizada en la arena pública. Hemos amoldado nuestras vidas a todas estas anormalidades. Pero las cosas no fueron siempre de ese modo. Hemos perdido la habilidad de horrorizarnos. La barrera de lo que sacude la conciencia va disminuyendo diariamente. En una reciente entrevista por televisión, en el canal Fox, una activista política aparentemente inteligente dijo con toda seriedad: “las únicas cosas que me preocupan en la actualidad son la prevención del abuso infantil y preservar el derecho de la mujer a elegir.” Lo que ni ella ni la entrevistadora notaron fue que “el derecho a elegir” es la forma más grosera de abuso infantil que existe. Pero, al igual que ella, nos la hemos arreglado para separar y aceptar las dos cosas en nuestra conciencia moral.
El Cristiano es condicionado por el Espíritu Santo para huir de todas las formas de impiedad, y para oponerse a ellas. Pero esa huída y esa lucha presuponen tanto un lugar para afirmarse desde el cual presentar batalla, y un refugio al que uno puede escapar. Pero en nuestro tiempo, vemos al Hombre de pecado ubicado en el Lugar Santo. El postmodernismo está en la iglesia y en su hogar. No queda refugio alguno. Usualmente hallábamos refugio en la Biblia, pero eso era antes de haber sido desacreditada por los “eruditos.” Solíamos encontrarlo en la iglesia; pero el servicio de adoración poco a poco va siendo tomado por el secularismo postmoderno, y todos los programas están siendo rediseñados para aproximarse a los patrones de este mundo para así poder ser atrayentes a los “buscadores” y deshacernos de la tapadera fría de haber sido catalogados como “fanáticos de Jesús.” Solíamos encontrar refugio en las escuelas Cristianas. La aspiración más elevada de esas escuelas ahora es alcanzar los criterios de “excelencia” establecidos por aquellos que están a cargo de nuestra tragedia nacional, conocida como la educación pública, y para que nuestro currículo imite esos estándares. Muchos Cristianos conservadores simplemente se están quedando sin opciones en todas las categorías. Simultáneamente con eso está el asalto continuo y furioso sobre nuestras mentes, oídos, ojos, narices y conciencias. El hedor espiritual, la cacofonía, la maldad descarada, la bajeza espiritual, abruma nuestros sentidos. Las panaderías espirituales están fabricando piedras; los hospitales espirituales están construyendo ataúdes; los manantiales espirituales se han convertido en arroyos secos.
El gran peligro es que nos estamos acostumbrando a esta condición. El postmodernismo nos ha hecho olvidar lo que dejamos atrás. Hemos olvidado a qué se parece la normalidad. Hemos olvidado qué se siente tomar un libro y esperar que el autor diga la verdad, en lugar de mezclar los hechos con la ficción, y nos llegue a servir “facción” (en palabras de Peter Jones). Defendemos este estado actual como si esta fuese la manera en que debe ser. Hemos llegado a ser como rana proverbial en la caldera. No somos conscientes de que el agua está hirviendo, y que estamos sufriendo una muerte lenta. Para decirlo de manera diferente, la boa del postmodernismo nos tiene apresados en su espiral fatal. Cada vez que respiramos se enrolla más a nuestro alrededor, y mina nuestra vitalidad hasta que muramos de asfixia. Hemos olvidado qué se siente respirar aire fresco. Nuestros hijos únicamente conocen esta cultura, y no recuerdan ninguna otra. Nuestros mayores abrigan su nostalgia de años mejores, pero ya no les queda fuerza para requerir un cambio completo de curso. El acostumbrarse a la hambruna espiritual y a la maldad dominante ciertamente es un triste estado para la iglesia de Jesucristo. Pues, ¿qué puede ser peor que cuando la sal pierde su salinidad y la luz su luminosidad?
En su reciente libro The Closing of the Western Mind: The Rise of Faith and the Fall of Reason [El Cierre de la Mente Occidental: El Surgimiento de la Fe y la Caída de la Razón] (Knopf: 2003), David Freeman le encuentra defectos a la influencia de la Cristiandad por muchos de las congojas de la civilización occidental. En tanto que sostengo que Freeman está mal informado y que su tesis es de muy mal gusto y de desprecio, sí estuve de acuerdo con él cuando dice:
La clave para entender las primeras comunidades Cristianas es su relativo aislamiento y la búsqueda desesperada de una identidad en un mundo cuyos dioses y cultura, según como Pablo les había dicho, debían despreciar. El hacerse Cristiano era una conversión en el pleno sentido de la palabra, un giro completo del sistema de creencias que uno tuviese hacia otro, en este caso, uno que era ajeno y abiertamente hostil al mundo Greco-Romano (p. 133).
Freeman está en lo correcto. La iglesia tenía una distinción definitiva que la colocaba aparte y en contra del mundo. Esa era su gloria, y allí yacía su fuerza indomable. Lamentablemente, eso ya no es verdad en la actualidad.
La edición de Julio del 2000 de la revista Scientific American [El Científico Americano] declaró a Charles Darwin como el científico más influyente sobre el pensamiento moderno. El artículo, con espíritu festivo, fue escrito por el evolucionista más vociferante y prolífico de nuestro tiempo: Ernst Mayr, quien cumplió los 100 años este pasado 5 de Julio. En el artículo Mayr sostenía que mientras diferentes luminarias, en diferentes tiempos, han inspirado varios movimientos, e.g., Lutero y Calvino en la Reforma, y los diferentes filósofos en la Ilustración, Darwin es el más influyente porque sus contribuciones a la ciencia han afectado cada una de las áreas de la vida, y uno no necesita tener pericia técnica para saber y ser afectado por lo que dijo, como es el caso con la teoría de la Relatividad, por ejemplo. Mayr afirma:
Muchas ideas biológicas propuestas durante los pasados 150 años se encontraron en agudo conflicto con lo que todos asumían que era verdad. La aceptación de estas ideas requirió una revolución ideológica. Y ningún biólogo ha sido más responsable por más modificaciones – y de las más drásticas – de la cosmovisión de la persona promedio que Charles Darwin (p. 80).
La observación de Mayr es importante para el Cristiano. Para que el Darwinismo floreciera en occidente, la iglesia primero tuvo que desalojar la escena y abdicar su responsabilidad como portadora de la verdad. El punto para nosotros en esto es que ninguna de las personas que hoy viven puede recordar un tiempo cuando el Darwinismo no fuese parte de nuestro pensamiento. El postmodernismo se halla ahora donde estaba el Darwinismo en 1859, cuando se publicó El Origen de las Especies. Podemos levantarnos hoy contra el postmodernismo, antes que llegue a ser todo lo que podamos recordar. El cambio de paradigma que nos llevó a aceptar el Darwinismo nunca ha sido revertido. Pero no tenemos que hacer ese cambio otra vez. Aprendamos de nuestro pasado. He aquí un secreto: la victoria que muy pronto vamos a reclamar ya ha sido ganada en el pasado. Eso es porque el postmodernismo no es del todo nuevo (no le digan esto al mundo pues ellos piensan que es nuevo). Hemos estado aquí antes. ¡El emperador no tiene ropas! Vamos a prevalecer una vez más – ¡Dios lo promete!
En nuestra tercera y última entrega sobre este tema mostraremos que el postmodernismo no está aquí para quedarse, y que la iglesia puede y va a prevalecer en su contra, en el lapso de su vida.