ESTUDIOS BÍBLICOS DE ROMA A LATINOAMÉRICA: ROMANOS 1.16-17

Por Valentín Alpuche

Reforma Siglo XXI, Vol. 12, No. 1

«Creo que mi trabajo misionero ha sido un fracaso». Cualquier siervo de Dios que por vocación y oficio se interna en el trabajo titánico—imposible humanamente hablando—de fundar una iglesia, seguramente ha experimentado gran frustración y desesperanza ante la improductividad de su labor. Pasan los días, las semanas, los meses, los años, y vemos que los frutos (si es que hay alguno) son desconsoladoramente escasos, por no decir nulos. Gracias sean dadas a Dios que esta experiencia, aunque general, no es una constante que determina el éxito del trabajo misionero. Escuchamos también voces de júbilo y entusiasmo ante la gran cosecha de nuevas almas para el Salvador. Todo misionero-pastor «exitoso» y «no exitoso» sabe lo difícil que es trabajar en la etapa fundacional de una congregación local. Pero independientemente de las circunstancias específicas que rodean a cada trabajo misionero específico, la comunicación del evangelio es siempre eficaz—donde Dios quiere y cuando quiere—rescatando almas de la condenación y trasladándolas a la salvación (Hechos 2.47). ¿A qué se debe esta eficacia del evangelio? ¿A la implementación de un nuevo método de evangelismo? ¿Al abolengo del pastor? ¿A la elocuencia del pastor? ¿A los «gritos» del pastor? ¿A la elección exacta y propia de la ubicación geográfica y demográfica para nuestra labor? Tristemente, algunos piensan que sí, e incluso día a día se esfuerzan en acomodar el evangelio a su objetivo para obtener mejores resultados. La pregunta es de carácter persistente y relevante: ¿en qué consiste la eficacia del evangelio? En base a Romanos 1.16-17 intentaremos descubrir esta respuesta. Espero en Dios que este ensayo bíblico-exegético ayude y aliente a muchos de nuestros «compañeros de milicia» que a diario batallan ardientemente en la propagación del evangelio, ganando almas para Cristo. Romanos es una de las cartas más fascinantes, como profundas, del apóstol Pablo. Si las palabras del apóstol Pedro (1 Pedro 3.15-16) se adecúan a algún escrito paulino, segura- mente es a la carta de Pablo a los romanos. Pero el hecho de la profundidad de esta carta no debe desanimarnos en estudiarla, ya que en ella se encuentran un gran consuelo y motivación para todo siervo de Dios: el evangelio está saturado de poder salvífico. Pablo dice en Romanos 1.16 así:

Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego.

La gran mayoría de comentaristas concuerdan en que la conjunción porque (gar) no solamente introduce información adicional en esta carta, sino que principalmente introduce

nueva información en íntima conexión y continuidad con los versículos anteriores. En éstos (8-15), leemos que Pablo nunca había visto ni visitado personalmente a la iglesia cristiana en Roma (10-11), aunque muchas veces se había «propuesto ir» a visitarlos (13). Esta realidad del apóstol de no haber ido nunca antes a Roma—como apóstol de los gentiles—entre líneas sugiere ya el poder del evangelio, porque significa que este apóstol designado a trabajar con los gentiles no «fundó» la iglesia de Roma. Es más, no se sabe quién o quiénes fundaron la iglesia cristiana en Roma. Esto nos dice, pues, que antes de la llegada del apóstol Pablo, el evangelio ya había dejado sentir su potencia salvadora. Ni Pablo ni Pedro fueron instrumentos directos en la fundación de la congregación romana, sino que fue el evangelio poderoso de Dios que, usando a otros cristianos sin oficio apostólico, fundó la iglesia cristiana en Roma. Pero Pablo tenía el anhelo ardiente de ir a Roma para anunciarles también el evangelio a los hermanos romanos (15). No para convertirlos, sino para confirmarlos en la fe, como también para ganar nuevas almas para Cristo. El apóstol sabía de la preeminencia que gozaba la ciudad de Roma como capital del imperio, como también como sede de la vanguardia militar, intelectual y tecnológica en su tiempo. Era la ciudad perfecta para evangelizar, para anunciar el evangelio, para presentar el poderoso evangelio de Dios. Por eso es que Pablo inicia el versículo 16 diciendo porque, es decir, en continuidad íntima con su pensamiento anterior.

Pero después dice «porque no me avergüenzo del evangelio». Esta declaración audaz del apóstol ha sido interpretada principalmente de dos maneras: primero, Pablo usó una figura retórica; segundo, Pablo no usó ninguna figura retórica. En

otras palabras, la primera interpretación nos dice que Pablo— echando mano de una figura retórica llamada litotes—quiso decir, en realidad, que estaba muy orgulloso del evangelio. Una declaración negativa que comunica una idea positiva. A decir verdad, creo que esta interpretación no «va» con el espíritu del contexto. Más bien, considero que Pablo no usó ningún artificio literario sino que su declaración debe tomarse como tal y sin más, sin pretender atenuarla o adivinar su verdadero pensamiento. Que esto es así se debe a que en el versículo   14 Pablo dice que se halla en deuda, como apóstol y predicador del evangelio a los gentiles, a griegos y a no griegos. «A no griegos» en realidad no es traducción literal del griego que Pablo utilizó. La palabra que el apóstol usó para «no griegos» es, más bien, «bárbaros» (barbárois), es decir, a las gentes rudas, incultas, toscas, crueles, y en una palabra, incivilizadas. Por un lado, Pablo dice estar deseoso de compartir el evangelio a gente, que según el estándar de muchos—incluyendo a ciertos «cristianos»—no merecen ser salvos. Pero, por otro lado, nos dice que su deseo—deseo que es como una deuda—es anunciar, llevar el evangelio a «griegos», es decir, a los civilizados, los cultos, lo cual se expresa al final del versículo 14 cuando dice «a sabios». Pero estos «sabios» eran los que con más fuerza se oponían al evangelio de Cristo. Eran personas tan «intelectuales» que no se rebajarían a creer en un evangelio que proclamaba a un tal Cristo que sufrió y murió en una muerte maldita de cruz. ¿Cómo creer en semejante barbaridad? Para ellos eso era una «locura» (1 Corintios 1:18,23), una sinrazón, una tontería. Los griegos, los romanos, quienes ensalzaban tanto a los guerreros, al poder militar, al prototipo de hombre sabio e intelectual, nunca creerían en un

evangelio como el que predicaba Pablo. El apóstol sabía esto, no lo ignoraba, pero aún así él estaba decidido a llevar el evangelio a cualquier clase de sociedad, sea pobre o rica, educada o analfabeta, culta o inculta. No importa cuál sea la gloria de toda sociedad, Pablo quiere que todos conozcan su evangelio. Él no tiene vergüenza, no tiene pena de que su evangelio sea conocido en las más altas esferas de la sociedad, como en  las más bajas esferas de la misma. Pablo no «acomodó» su evangelio, no lo «adaptó» para que fuese aceptable ante los educados o neófitos. Él lo predicó como lo recibió de su Señor Jesucristo (Filipenses 1.15-18; 1 Corintios 11.23). Ahora bien,

«avergonzarse» del evangelio no significa únicamente que lo despreciemos abiertamente, alegando que es para los iletrados, los pobres, los desamparados, sino que la vergüenza puede, y se manifiesta, de formas sutiles como, por ejemplo, cuando para compartirlo con alguna persona educada o rica, usamos palabras o expresiones que pretenden darle al evangelio un matiz más refinado, elegante, o para hacerlo más «relevante». Cuando hacemos esto es porque, en verdad, nos avergüenza de hablar de Jesús de Nazaret quien vino al mundo para salvar a los pecadores, sean pobres o ricos, cultos o incultos. Diluir, acomodar, adaptar, o descaradamente modificar el contenido del evangelio para hacerlo «relevante» es avergonzarse del evangelio. Algunos replicarán: «pero es que lo único que quiero es que «todos» conozcan de Jesucristo». La intención puede ser «buena», pero no justificable delante de Dios, porque el evangelio es relevante en sí mismo, y no necesita ser complementado con alguna «ayudita» de nuestra parte. En el momento que pensemos que podemos hacer al evangelio más relevante para la sociedad de hoy en día, ya caímos en el pecado de pensar que el evangelio es impotente para salvar a ciertas personas, lo cual es completamente hostil a la esencia del evangelio de Dios.

Por otro lado, Pablo sabía de la advertencia de su Señor Jesucristo cuando dijo en Marcos 8.38: Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera  y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.

Noten que Pablo dice «no me avergüenzo del evangelio». La última frase «del evangelio» es notable, ya que Pablo sabía qué estaba predicando, qué estaba comunicando. Él recibió el evangelio de Jesucristo mismo, su objeto era dar a conocer, precisamente, ese mismo evangelio poderoso que lo transformó a él mismo, ese evangelio que lo hizo una nueva creación (Gálatas 6.15; 2 Corintios 5.17). ¿Estás anunciando el evangelio, o tu propio evangelio? Todo pastor-misionero que está convencido del único y verdadero evangelio—como lo estaba Pablo—nunca sentirá vergüenza de comunicarlo, de transmitirlo tal y como lo ha recibido. No nos convirtamos en promotores de un falso evangelio, no seamos predicadores que temen a cierta esfera de la sociedad y, que por miedo al rechazo de la sociedad, se avergüenzan del evangelio acomodándolo para hacerlo «más relevante».

Pero ¿por qué Pablo no se avergüenza del evangelio? La respuesta la da inmediatamente al decir: porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree. El sujeto del verbo «es» es el evangelio. No debe haber duda de esto. Entonces, Pablo está diciendo que el evangelio que recibió «es» poder de Dios. Dos cosas debemos apuntalar aquí: primero, solamente hay un evangelio (Gálatas 1.6-9), y ése evangelio genuino y auténtico es del cual Pablo está hablando aquí en  Romanos 1.16. Es el evangelio íntegro recibido en su conversión y llama- miento al apostolado, y hay de él si no lo predica fielmente (1 Corintios 9.15-18). Si queremos predicar en concordia con el apóstol Pablo, tenemos que predicar el mismo y único evangelio que él predicó tan celosamente. Segundo, el verbo «es» (estín) está en tiempo presente, lo cual no solamente denota la realidad de que el evangelio es, «en el aquí y ahora» el poder de Dios, sino además—como afirman los expertos en gramática griega—el presente en griego contiene un doble tiempo gramatical, es decir, es presente indicativo activo que declara una realidad como también denota un presente progresivo, continuo, perenne, constante, con lo cual queremos decir que al hablar del evangelio como el poder de Dios no es una ilusión, una utopía, un mero deseo del apóstol, sino que «es» una realidad, una realidad que siempre es, que permanentemente está siendo y seguirá siendo el poder de Dios. Esto sugiere también el carácter dinámico y activo del evangelio como poder de Dios, ya que su fuente es Dios mismo, quien en su esencia es un Dios de poder, él es el Altísimo, el Todopoderoso, ante quien tiembla toda la tierra. ¿Diremos, entonces, que el evangelio necesita de nuestra «ayuda», de nuestro «ingenio» para hacerlo relevante? Creo que no. Ahora bien, este «poder» es de Dios, no de los hombres. Y creo que Pablo, entre otras cosas, tenía en mente el poder militar de los romanos, el ejército más poderoso del mundo que jamás haya existido hasta el día de hoy. Pero Pablo nos asegura que ese poder es meramente humano; en cambio, en el evangelio experimentamos el poder mismo de Dios. No hay poder que se compare con este poder. Noten cuidadosamente que este evangelio no tiene un poder divino, o que contenga un poder como el de Dios, como si este poder del evangelio fuese un atributo o cualidad del evangelio. No es así, sino que el evangelio es poder de Dios. No se parece al poder de Dios, sino que el poder de Dios actúa en él, Dios actúa en el evangelio, es Dios mismo actuando en el evangelio. La palabra griega que se usa para «poder» es dúnamis de donde proviene nuestra palabra castellana para dinamita. Esta conexión lingüística presenta ante nosotros, de manera muy gráfica, el poder del evangelio, el cual es dinamita pura. Así como la dinamita con su explosión puede destrozar a cualquier persona, de manera similar, aunque en un grado superlativo, el poder del evangelio es como una bomba que, cuando explota en el corazón rompe, destruye el corazón de piedra transformándolo en un corazón de carne, sensible al mensaje salvador. Una vez que el poder del evangelio toca el corazón, nada podrá interponerse en su efecto para detenerlo.

Esto, ciertamente, comunica un gran consuelo para el plantador de iglesias como para todo fiel cristiano que ama el evangelio, ya que estamos anunciando en el evangelio el poder de Dios. Así pues, el evangelio es el poder de Dios;  no lo es tu estilo de predicar o enseñar, no lo es el equipo de sonido que usas en tus predicaciones, no lo es la música que se toca al final de un sermón en un servicio de adoración o en una campaña evangelística; no son los gritos ni los saltos del predicador, sino el poder de Dios es el evangelio predicado con fidelidad, tal y como lo encontramos en la Palabra escrita de Dios.

Lo maravilloso de este evangelio es su meta: salvar pecadores. Esto es lo que Pablo dice a continuación: el evangelio es poder de Dios «para salvación». La preposición que Pablo usa aquí «para» (eis) es una preposición dinámica que denota meta, objetivo, propósito, intencionalidad. Es decir, el evangelio al ser proclamado lleva ya inherentemente una meta, una intención que es la salvación del pecador, y esta meta    o propósito es algo intrínseco al mensaje  evangélico por ser el poder de Dios. Así pues, el evangelio no debe predicarse «para» adular a la audiencia, «para» intimidar, «para» deslumbrar, «para» presumir, sino debe predicarse «para»  su propósito divino que es «salvar». Para «salvación», dice  el apóstol. ¿Salvación de qué o por qué o para qué? William Hendriksen en su comentario de Romanos nos proporciona dos aspectos de la salvación. Negativamente, el evangelio rescata a los seres humanos del pecado; y positivamente traslada a los seres humanos al estado de redención, de salvación, de la vida eterna. Nuestra culpa por el pecado es perdonada, exonerada, somos purificados de la corrupción del pecado, somos liberados de la esclavitud del pecado y somos emancipados del castigo del pecado. Asimismo, somos trasladados a un estado de justicia, de santidad, de libertad, de bienaventuranza. Todo esto nos es dado por medio del evangelio poderoso de Dios. Pero no debemos fallar en percibir que la salvación es comunicada y otorgada única y exclusivamente a través, por medio del evangelio. Esto, en nuestro contexto latinoamericano, creo que es sumamente importante de entender y digerir, ya que ahora no solamente en la iglesia católica romana, sino también en muchas «iglesias evangélicas» el evangelio llega a distorsionarse descaradamente que el evangelio que se comunica ya no es el que efectúa la salvación del pecador. Se inventan mediadores, intercesores, suplementos, aditivos para «verdaderamente» ser salvo, para «completar» y «asegurar» de por vida tu salvación. Pero Pablo nos dice que el evangelio tal y como lo hallamos en las páginas de la Escritura es el poder de Dios que tiene como fin o finalidad la salvación de los pecadores.

Ahora bien, el apóstol nos dice a continuación que este evangelio salvador es ofrecido libremente a todo aquel que cree. La expresión a todo es de gran importancia en esta carta, tanto en su aspecto histórico-salvador como también en su alcance salvífico. Muchos comentaristas nos dicen que una peculiaridad de la iglesia cristiana en Roma es que original- mente fue establecida por judíos cristianos que aceptaron el evangelio durante su estancia en Jerusalén durante Pentecostés (Hechos 2.10) y que al retornar a Roma fundaron la iglesia. Con el paso del tiempo, por supuesto, los gentiles en Roma también fueron convertidos al evangelio, de tal manera que la iglesia cristiana en Roma era, por así decirlo, una iglesia mixta compuesta de judíos cristianos y gentiles cristianos. En su etapa incipiente la comunidad cristiana judía predominaba sobre la comunidad cristiana gentil, pero en el año 49 d.C., de acuerdo al historiador romano Suetonio, el emperador romano Claudio (41-54 d.C.) expulsó de Roma a los judíos debido a una revuelta en torno a un tal «Crestos», que probablemente Suetonio entendió incorrectamente este nombre, de tal forma que la disputa con mucha probabilidad giró en torno «Christos», nombre latino para Cristo. Esta expulsión de los judíos fuera de Roma está confirmada en Hechos 18.2.

Debido a este incidente, los cristianos gentiles permanecieron en la ya establecida iglesia y, como es de suponerse, desarrollaron su cristianismo aparte de la comunidad judía por ciertos años y aumentaron en número, rebasando estadísticamente a la comunidad cristiana judía que en el transcurso de los años empezó a infiltrarse gradualmente a la ciudad de Roma, integrándose otra vez a la iglesia ya existente, y que para entonces, era mayoritariamente gentil. Pero muchos de estos cristianos judíos se resistían todavía a que todos los gentiles tuvieran acceso a la salvación, y muchas de las promesas del AT las interpretaban en un sentido nacionalista, excluyendo a los gentiles. Pero Pablo les dice aquí que la salvación prometida y anunciada en el AT ha llegado a su cumplimiento, ha llegado el momento en la historia de la salvación en que ésta es ofrecida a todos por igual, y el pueblo judío no debe interponerse en la extensión de esta salvación a toda la humanidad. Este ofrecimiento de la salvación ahora tiene un alcance universal, internacional, alcanzando a judíos y gentiles por igual, de  tal manera que ya no hay barreras ni fronteras nacionales o raciales o lingüísticas que impidan el avance salvador y restaurador del evangelio poderoso de Dios. Siendo el evangelio mismo el poder de Dios nada puede detener su curso. Su cauce es amplio y poderoso derribando cualquier obstáculo que se interponga en su curso. Seguramente que los cristianos gentiles al leer estas palabras irrumpieron en estallidos de júbilo y alegría, como también en gratitud, porque el Dios del Israel judío ahora se ha convertido en el Dios del Israel espiritual, en el Dios de judíos y gentiles. Ahora ya no hay diferencia entre judío y gentil en términos salvíficos, todos tenemos acceso a este poderoso evangelio que salva nuestras almas (Gálatas 3.28-29). Este evangelio salvador no es un evangelio que discrimina, sino que incluye en su alcance a todas las naciones debajo del sol.

Pero este ofrecimiento universal y libre tiene sus propios parámetros, es decir, aunque es ofrecido a todos por igual no todos se salvan sino solamente aquellos, dice Pablo, que creen en el evangelio. Esto es lo que Pablo dice: «a todo aquel que cree». La salvación no se efectúa por un mero oír físico del evangelio, sino que es un oír que siempre debe ir ineludiblemente acompañado de «fe» auténtica y genuina para que pueda ser de salvación para todo aquel que lo reciba. El evangelio no salva indiscriminadamente a todo el que lo escucha sin que crea verdaderamente en el evangelio. A mucha gente le gusta pensar así, pero esa no es la verdad del evangelio.   El evangelio es salvador para el que oye con fe, para que el que cree en verdad que este evangelio es el poder de Dios para salvarlo de sus pecados, de su culpa, de su condenación eterna. Es decir, el que escuche el evangelio y lo reciba con  fe se reconocerá a sí mismo como pecador, como condenado que necesita de un salvador que lo rescata de su miserable condición para experimentar la libertad y vida eterna que solamente Jesucristo puede dar. Pero ¿qué significa «oír con fe»? Significa confiar plenamente en que solamente Jesucristo puede salvarnos de nuestra miseria, significa depositar toda nuestra esperanza en él y en nadie más, significa entender el contenido del evangelio y confiar en que solamente en Cristo Jesús, y por medio de su sacrificio expiatorio, es que podemos ser salvos. Significa tener la seguridad de que este evangelio es poderoso para salvarnos de la condenación, y responder con gratitud obedeciendo los mandamientos de Dios.

Por último, Pablo dice al final del versículo 16 así: al judío primeramente, y también al griego. Esta expresión deja ver la conciencia que Pablo tenía del progreso y gradualidad de la salvación prometida en el AT. Representa el orden histórico de la salvación dentro del plan de Dios. Es decir, dentro del plan de Dios para salvar a la humanidad vemos que primeramente escogió al pueblo judío, al pueblo de Israel, dándole su ley, su pacto, sus promesas (Romanos 9.3-5), y después, usando al pueblo judío como instrumento de comunicación, extiende su salvación a toda la humanidad. Y también al griego significa, no solamente a los griegos por nacionalidad, sino que el griego como representante de todo el mundo no judío, del mundo gentil. De hecho, la palabra griega que Pablo usa es Helleni, heleno, que es equivalente de gentil, designa a todo el que no es judío. El Israel de Dios ahora no está confinado el Israel del Medio Oriente, sino es un Israel universal, es un Israel de Dios (Gálatas 6.16), compuesto de todos aquellos que creen en el evangelio. Esto nos enseña que Dios nunca planeó excluir de su plan salvífico a los gentiles, sino más bien que siempre nos tuvo en mente, nos tuvo en su corazón, e incluso usó al pueblo judío como trampolín o plataforma, por así decirlo, desde donde su evangelio sería enviado a todo el mundo, incluyendo Latinoamérica. De Israel a Roma, y de Roma a Latinoamérica. ¡Gloria a Dios por este evangelio universal!

Ahora procedamos a analizar el versículo 17 que dice de la siguiente manera: Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.

Una característica del razonamiento de Pablo es que es lógico y ordenado. Esto quiere decir que lo que dice en el versículo 17 es un seguimiento de lo que expuso en el 16. ¿Por qué el evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree? Esto es lo que procede a explicar ahora. Primero nos dice porque en el evangelio la justicia de Dios se revela. La preposición en es importante de entender aquí, especialmente en vista de la degradación del evangelio en muchas de las «iglesias» evangélicas (o mejor dicho, neoevangélicas) donde ya no es en el evangelio donde solamente podemos encontrar la salvación, sino han inventado una multitud de vericuetos que nos llevan supuestamente a la obtención infalible de la salvación. El en exclusivo de Pablo se ha convertido en muchas congregaciones de uso general o común, ya que cualquier otra cosa se puede convertir en el vehículo de la revelación salvífica de la justicia de Dios. Así pues, la preposición en expresa que única y exclusivamente en el evangelio Dios revela su justicia, en ninguna otra cosa ni en nadie más. El en del evangelio por siempre permanecerá exclusivo. Dios decidió revelar su justicia en el evangelio, y nosotros no tenemos por qué cambiar el vehículo revelacional de Dios.

Ahora bien, cuando Pablo dice que Dios en el evangelio revela su justicia, el verbo revelar (apokalúpto), relacionado íntimamente con el sustantivo revelación (apokálupsis), tiene un sentido bastante dinámico, activo, en el que alguien más tiene que efectuar la acción de revelar, es decir, de dar a conocer, de descubrir, manifestar, de mostrar lo que estaba oculto y escondido, y que por nuestros propios medios nunca hubiéramos podido llegar a conocer. Así pues, cuando Pablo dice que Dios revela su justicia en el evangelio, esta revelación conlleva en sí misma una acción divina como también una acción divina que marca el comienzo de una nueva era de la historia de la salvación. Esta justicia revelada implica que antes no la conocíamos, ni teníamos la más mínima posibilidad de

conocerla a menos que Dios mismo nos la revelara. Dios es el agente de revelación en su evangelio. Esto es trascendental porque supone que Dios en su plan eterno ya tenía planeado sabiamente en la plenitud del tiempo revelar su justicia salva- dora y vindicadora. Como dijimos anteriormente, Dios nunca nos olvidó; al contrario, siempre nos tuvo en su corazón, y en el tiempo oportuno, en su tiempo, él revelaría su evangelio justificador. Por otro lado, el hecho de que Dios sea el revelador de su propia justicia significa que nosotros no tenemos ningún derecho de enseñar ni nuestra propia justicia ni denigrar o tergiversar la justicia que Dios revela. Esta revelación marca un hito en la historia de la salvación y revelación, y esta revelación de la justicia divina debe preservarse íntegra y completa. Nada debe añadírsele ni restársele. Ahora bien, el verbo revelar (apokalúptetai: está siendo revelada) se halla en tiempo presente, indicando que la justicia de Dios está, en el presente, siendo manifestada en la predicación del evangelio. En otras palabras, la revelación efectuada aquí de la cual habla Pablo no es una revelación final y definitiva solamente—como la revelación de la totalidad de la Palabra escrita de Dios—sino que esta revelación de la justicia de Dios además es una revelación constante que está salvando a todo aquel que la recibe con fe. No es meramente una revelación informativa que apela primera y únicamente a nuestra capacidad intelectual para aprehenderla sin más, sino que es eso pero principalmente es una revelación salvífica, que tiene como meta la permanente salvación del hombre o mujer que la recibe con fe. Esto es trascendental, en mi opinión, para la labor homilética y pastoral en general, ya que al comunicar el evangelio que revela la justicia salvífica de Dios debemos confiar en que su meta es la salvación y de manera fresca, dinámica, poderosísima impactará el oído y el corazón del receptor del evangelio. Dios sigue salvando hoy, en el aquí y ahora, a través de la predicación del evangelio.

La pregunta necesaria que se suscita es: ¿qué es la justicia de Dios? Primeramente debemos notar que en estos versículos, como en los anteriores y como también toda la carta de Romanos, Pablo presupone toda la historia de la salvación. En otras palabras, Pablo no escribe desconectado del AT, sino que honra el depósito divino del AT, y escribe en conexión y continuidad con el plan de Dios revelado al pueblo de Israel antes de la llegada del Señor Jesucristo. En segundo lugar, observemos que Pablo presupone que los cristianos de Roma ya saben lo que es la justicia de Dios, debido al hecho de que él no se detiene a explicar el significado de la justicia de Dios. Esto presupone asimismo que los cristianos romanos conocían el AT, y ya tenían una noción concreta acerca del anuncio anticipado de la justicia de Dios que se revelaría en los tiempos postreros. Pero identificar el contenido de la expresión «justicia de Dios» no es tan fácil para nosotros como lo fue para los cristianos de la era apostólica. Así que, al igual que Pablo, tenemos que indagar el contenido de esta expresión acudiendo al AT como también al NT mismo.

Primeramente, la expresión «justicia de Dios» (dikaiosune Theou) no es una innovación paulina, de forma que nunca antes se haya usado dicha expresión ni nunca antes se hubiese enseñado a los judíos cristianos o gentiles cristianos. Hemos dicho, que el hecho de que Pablo no se moleste en explicar este término presupone que sus lectores estaban familiarizados con el mismo.

Segundo, la expresión la «justicia de Dios» es por supuesto un tema recurrente en el AT, y tiene la siguiente idea:

Puede denotar la impartición de la justicia de Dios. El Salmo 50 es un ejemplo de esto. Dios juzgará al mundo. Reprende a Israel y condena a los impíos.

La fidelidad de Dios a su alianza o pacto. Dios es fiel a sus promesas y nunca dejará caer por tierra ninguna de sus palabras (Salmo 31.1; 71.2).

La justicia de Dios como una actividad en la que Dios interviene salvíficamente (Isaías 51.5-8). Es su poder salvador, y aquí justicia prácticamente equivale a salvación. La idea es de que Dios hace justicia a su pueblo. Asimismo, se entiende que esta justicia procede de Dios, su origen se halla en Dios, de tal manera que la preposición de en la expresión «justicia de Dios» es un genitivo de fuente u origen. Esto supone también que la justicia de la que se habla aquí es una justicia forense o legal en la que Dios, como el Juez justo, declara al pecador como justo, lo reputa como justo, pero sobre la base del sacrificio expiatorio perfecto de Cristo, y no sobre algo que el hombre tenga o haga. Es una declaración de gracia por la cual nuestra culpa es removida y podemos permanecer en una posición de justicia ante Dios, una posición de salvación. Esta idea de la declaración de Dios al pecador como justo lo vemos, por ejemplo, en el Salmo 32.1-2 y que Pablo cita explícitamente en Romanos 4.7-8. Esta la posición que defendieron los Reformadores del siglo 16 y que creemos también que se ajusta mejor, no sola- mente a este pasaje, sino a todo el contexto de la carta a los romanos.

En resumen, Pablo está diciendo que esta justicia vindicadora y salvífica de Dios, esta justicia forense o legal por medio de la cual Dios declara justo al impío (Romanos 4.5), tenía una nota muy singular a los oídos de los cristianos romanos porque esta justicia salvadora de Dios no es solamente para el pueblo judío, sino «para todos los que creen en el evangelio». Además, Pablo está diciendo a los cristianos de Roma: este es el tiempo del cumplimiento, el tiempo de la llegada de esa justicia salvífica de Dios para ustedes y para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.

Ahora bien, esta justicia de Dios se revela «por fe y para fe (ek pisteos eis pistin), que literalmente dice de/desde fe para/ hacia fe. Esta cualificación que Pablo hace de la manera en que se recibe la justicia de Dios es supremamente importante de entender, ya que de esto se depende prácticamente nuestra salvación, como también nuestra aprehensión del poder genuino del evangelio. La expresión «por fe y para fe» denota que la única manera en que podemos recibir la justicia de Dios es por medio de la fe, es creyendo en el evangelio de Dios que revela su justicia. No hay otra forma, sino solamente por la fe. Así pues, la fuerza de la expresión paulina «por fe y para fe» es que de principio a fin, en su totalidad la fe es el hilo conductor que nos lleva a la salvación. No puedes recibir esta justicia salvadora de Dios realizando «buenas obras», comprándole a Dios su justicia mediante peregrinaciones, o rezos, o algún otro invento para complacer a Dios. No se puede. La justicia de Dios, de principio a fin, se recibe exclusivamente por medio de la fe. Esta interpretación se acomoda muy bien al contexto inmediato del versículo 16 donde aprendimos que la salvación del evangelio es para todo aquel que cree, como también queda confirmado por la cita que Pablo hace del profeta Habacuc al final del 17: como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá.

Es decir, el justo solamente puede ser salvo, solamente puede vivir en un estado de justicia, de salvación, por medio de la fe que reconoce que todo viene de Dios para su salvación. Este es el evangelio justificador, esta es la justicia vindicadora de Dios que nos salva. Otra forma de predicar este evangelio es avergonzarse del mismo y convertirlo en un falso evangelio. Pablo finalmente llegó a Roma donde permaneció dos años enteros predicando el reino de Dios y enseñando acerca del evangelio poderoso de Dios, el evangelio del Señor Jesucristo (Hechos 28.30-31). Ese mismo evangelio predicado en Roma ha llegado a Latinoamérica, y roguemos al Señor que nos de la humildad y la capacidad para predicarlo fielmente, ya que solo así, y no de otra manera, las almas serán rescatadas de la condenación para poder disfrutar de la justicia de Dios, de la salvación de Dios.

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