Por Joseph Boot
Reforma Siglo XXI, Vol. 18, No. 2
A medida que nuestra cultura y nación ha seguido un curso para apartarse del Dios de la Escritura y su gobierno justo, no hemos cesado de adorar, sino que simplemente hemos intercambiado el verdadero culto por idolatría en la cultura y la política.
En la década de los sesenta, comenzaron serios movimientos para eliminar la Escritura y la oración de las es- cuelas públicas del Canadá, golpeando el alma vulnerable de una nación que se sentaba en mesas pequeñas para aprender inocentemente. En 1985, en virtud de la Carta, los últimos vestigios de la identidad cristiana pública fue- ron abolidos en Ontario, como la oración del Padre Nuestro que fue prohibida por ser inconstitucional. El resultado ha sido la constante castración moral de dos generaciones, y el lanzamiento a la deriva de la personalidad humana. Esto ha llevado a la absolutización del aspecto emocional de la experiencia humana, de modo que ahora, en un mundo plástico, “Siento, luego existo”.
Bajo la influencia de radicales europeos como Michel Foucault se nos ha dicho que no hay ser esencial; la persona y la familia humana son meras construcciones sociales. Solo somos lo que hacemos y definimos nosotros mismos lo que somos. En un cosmos tal aun la gramática y los pro- nombres se deben ir, puesto que estos hablan de la ley y las normas, mientras que el hombre no es más que un mero artificio.
Por el contrario, al comienzo de la Escritura descubrimos el aspecto más fundamental de la Palabra revelada de Dios para la concesión de una visión coherente e inteligible de la persona:
Entonces dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza. Y señoree en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó (Génesis 1: 26-27).
No hay paralelo a este punto de partida en ningún otro lugar en el pensamiento humano. El Dios trino (plural) de la Escritura crea todas las cosas de la nada —todo lo que es distinto de él— y hace a la persona a su imagen, donde el “yo” o ego humano se constituye como un punto de referencia trascendental para todos los aspectos de la experiencia humana temporal. Como parte de la creación, el hombre de alguna manera trasciende la naturaleza. Como Blaise Pascal entendía bien, la persona es un misterio que trasciende su entorno como un ser integral comprensible solamente en referencia al Dios vivo como la fuente y origen de toda la vida, la ley, la verdad y el significado.
Esta identidad humana única y la distinción críticamente importante entre el Creador y la criatura implica, necesariamente, un límite tanto al alcance del pensamiento humano como a las prerrogativas legislativas del hombre. Leemos en Eclesiastés: “Como tú no sabes cuál es el camino del viento, o cómo crecen los huesos en el vientre de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, el cual hace todas las cosas”. (Ecc. 11:5)
La persona promedio de hoy, sin embargo, ha perdido de vista la verdadera naturaleza del hombre y ha caído pre- sa del nihilismo espiritual y de un mundo de negación al cual se le enseñó a abrazar. Como el gran filósofo holandés, Herman Dooyeweerd dijo con relación al hombre moder- no, “Él ha perdido toda su fe y niega cualquier ideal más elevado que la satisfacción de sus deseos… Para él, Dios ha muerto…, el hombre de la masa moderno se ha perdido a sí mismo y se considera lanzado en un mundo que no tiene sentido”.
Como resultado de este temperamento moderno, quizá nunca ha habido un tiempo en los últimos quince siglos o más cuando el mundo occidental se enfrentó a una mayor crisis de identidad y de ese modo se enfrentó de manera espectacular a su propia ruina social y cultural. Cualquier cristiano observador y pensante puede ver que somos una generación luxada y desencajada a la deriva en el mundo.
Filósofos sociales y culturales, comentaristas y teólogos han derramado mucha tinta tratando de navegar mar arriba en busca de la fuente del problema, siguiendo los diversos afluentes de la crisis hacia su fuente común, pero no todos han comprendido el carácter religioso de su fuente subterránea, el descenso de la personalidad humana a través de un corazón que apostata de Dios y la consiguiente aparición del hombre-masa (es decir, seres humanos des- personalizados y prescindibles) en una sociedad tecnocrática donde el individuo se esfuerza por ‘encontrarse a sí mismo’ sin Dios. No muchos perciben que nuestra situación actual es tan precaria que la elegía de la cultura occidental está a punto de ser compuesta.
Leemos diariamente de personas apresadas en las garras de un relativismo radical inimaginable incluso desde hace veinticinco años. Como personas abstractas y generalizadas reducidas a identidades grupales auto creadas, ya no sabemos lo que es un ser humano. Esta condición ha avanzado hasta el punto de estar esencialmente inseguros de si existen normas humanas del todo que trasciendan el deseo autónomo radical y la autoidentificación subjetivista. Ni siquiera estamos seguros del valor intrínseco de la persona hecha a imagen de Dios, ya sea antes de nacer, recién nacido, personas con discapacidad, envejeciendo, en enfermedad o al final de sus vidas. En efecto, estamos tan fundamentalmente desarraigados que ya no estamos seguros de la realidad científica y cromosómica de las distinciones binarias de género de masculino y femenino, de la sexualidad humana normativa, o de la institución más antigua conocida por la raza humana: el matrimonio y la familia.
Y así, en un mundo de flujo, de la fluidez irracional de todas las cosas, donde la posibilidad de diferenciación normativa entre la verdad y la falsedad, lo correcto e incorrecto, la realidad y la irrealidad, se ha venido abajo, la cultura simplemente no ha llegado a un bache en la carretera, sino que ha sido aspirada en una especie de torbellino de locura democrática, en espiral hacia lo que Cornelio Van Til llama “desintegración en el vacío”.
En nuestro mundo desarticulado, los vanos desvaríos de los capataces de Nietzsche, que han ido más allá del bien y del mal, declaran al razonable y sensato como enfermo, loco o malévolo y demandan la voz de la razón plena a silenciarse frente a la reinvención del mundo por parte de los prestidigitadores culturales. La cruda realidad de nuestra situación es que estamos frente a la muerte del hombre como hombre en Occidente. Al negar, desacreditar y desfigurar la imagen de Dios en el hombre, estamos perdiendo nuestra propia alma (Mat. 16:26)
En el estado de crisis que resulta de la ilusión de la libertad creativa de la individualidad, las personas están a menudo profundamente temerosas en su interior, incluso a medida que se deleitan en una autonomía que encuentra indulgencia social sin fin y sin sanción legal. La gente en todas partes está apresada por una tristeza, culpa y desesperación tal que ninguna cantidad de recetas psicotrópicas pueden finalmente aminorar o curar de verdad; por tal técnica, el miedo a la desintegración y a la muerte es simplemente suprimido. Sin embargo, como ha señalado Dooyeweerd correctamente, “es una revelación incomprensible de Dios lo que llena a la humanidad con temor y temblor”.
Podemos negar a Dios y al hombre como portador de su imagen, avanzando por un camino suicida, pero esto siempre resulta ser pura vanidad, ya que estamos rodeados por dentro y por fuera de la realidad de Dios y su orden. Esta revelación puede muy bien ser suprimida, pero es ineludible y todavía capta el ser de cada persona, generando culpa y profunda inquietud. En consecuencia, no hay recuperación para nuestra sociedad hasta que reconozcamos que no importa lo que hayamos ganado materialmente, hemos perdido nuestra alma y para esto Cristo nos advierte que hay un ajuste de cuentas, porque Dios no puede ser burlado; lo que el hombre siembra, eso cosecha (Gal.6:7). Nuestro único recurso es el verdadero arrepentimiento, tanto personal como nacional.
El hombre es un ser adorador. Como San Pablo deja claro en el Capítulo 1 de su Carta a los Romanos, si nos negamos a adorar al Dios Vivo, el Creador, no dejamos de adorar. Más bien vamos a adorar algún aspecto de la creación misma, algún ser o cosa será absolutizado. El cristiano llama a esto idolatría, apostasía del verdadero Dios, que encuentra su raíz en el corazón humano y se esparce para tocarlo todo. Antes de que la renovación de una visión cristiana sea posible, es necesaria una apreciación autoconsciente de dónde hemos caído.
Hoy estamos en las manos de los juicios históricos de Dios, vistos en nuestra creciente adhesión a creencias muy antiguas, pero que visten un traje nuevo. Los antropólogos en el pasado les llamaban ‘creencias maná, que fue la principal base de la desintegración de la personalidad humana en las culturas paganas.
Estas creencias se caracterizan por una supuesta fluidez de la realidad entre lo personal y lo impersonal (religión de la naturaleza) ya que el maná es una misteriosa fuer- za de vida que subyace a todo. Millones de personas en nuestra cultura (a menudo sin saberlo) rinden homenaje a esa fuerza de vida, desde el tapete de yoga y el sanador de medicina alternativa, a la clase de ciencias, donde la naturaleza es deificada como una corriente sin fin de vida que se desarrolló de manera espontánea desde un punto misterioso original de absoluta unidad indiferenciada. Fue esta creencia la que llenaba el antiguo mundo grecorromano de miedo en la cara de un destino ciego, y así promovía la nobleza de suicidio, una creencia que reemerge en nuestro tiempo.
Cuando la naturaleza misma es, de diversas maneras, absolutizada, la cultura se vuelve cada vez más decrépita, porque con toda la naturaleza siendo de alguna manera un aspecto de lo divino, que emerge de una unidad original, ¿cómo puede una diferenciación real y significativa tener lugar en el ámbito familiar, biológico, ético, artístico, jurídico, moral o incluso a nivel ontológico? En ese punto de vista, el hombre y su cultura es artificio meramente transitorio en una fluidez misteriosa.
Y, en el mundo postdarwiniano que ocupamos, ya no podemos hablar de manera convincente o persuasiva de la ley natural, incluso como referente moral en la forma en que los secularistas seudocristianos de las generaciones pasadas lo hicieron. Un misterioso mundo de fuerzas caóticas no puede dar ninguna ley objetiva o trascendente, y por lo tanto todo lo que queda en el mundo ‘maná’ de jurisprudencia es la ley positiva que surge como un desarrollo de la experiencia reflexiva de la gente, como Oliver Wendell Holmes Jr., ex Juez Presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos y líder pensador legal, argumentó.4 La pregunta obvia es, ¿quién interpretará la experiencia reflexiva de las personas y transformará la experiencia en ley? Cada vez más la respuesta es: una nueva élite en nuestras cortes se separa de la responsabilidad ante Dios y ante la definición que las Escrituras dan del hombre como portador de su imagen.
Este nuevo sacerdocio elitista o humanista (reyes filósofos de Platón) es necesario, por supuesto, porque el caos social no es una filosofía política viable, y en un mundo sin ley de autonomía radical, la humanidad necesita la salvación de todas esas fuerzas fatalistas que amenazan con aplastarlo.
Es evidente que la doctrina política moderna se basa normalmente en un conjunto de creencias que contradicen categóricamente lo que Dios dice acerca de la humanidad. No es que neguemos que hay mal en el mundo, pero no ubicamos ese mal en el corazón del hombre (quien es considerado como inherentemente bueno y perfectible), sino en el medioambiente y las esferas de orden social como la familia, la iglesia, la propiedad privada y otras estructuras de la atribuida desigualdad que supuestamente hacen guerra contra una unidad original.
Por lo tanto, si abolimos el matrimonio y la familia, nadie más estará sujeto a la jerarquía y las mujeres y los niños no se sentirán subyugados. Si eliminamos las normas de género binario, nadie más se sentirá oprimido por las distinciones. Si eliminamos la desigualdad de ingresos, nadie más va a ser codicioso. Si abrimos nuestras fronte- ras y abrazamos islamistas que regresan de la lucha con ISIS y les damos dinero y vivienda, ellos ya no van a querer crucificar y decapitar más cristianos o atentar en contra de nuestro país. En este punto de vista el ser humano es perfectible por técnica política: un mundo mágico en un nuevo envase.
Se piensa bajar a Dios al nivel del hombre, y elevar al hombre al nivel de Dios. Si la autoridad de las familias, los padres, la iglesia, pastores, empresas privadas, gremios y asociaciones se erosionan, si podemos abolir toda autoridad verdadera fuera del estado y su aparato legislativo que interpreta con autoridad la experiencia de la gente, tal vez podamos abolir al Dios que está detrás y por encima de toda autoridad legítima. Fundamentalmente, la centra- lización y el poder político masivo deben ser endosados al estado para hacerlo. Este camino, se supone, es verdadera liberación de la personalidad humana. El teólogo cultural Andrew Sandlin lo ha resumido:
Los liberales (progresistas) desde la Revolución francesa han participado en un proyecto de liberación masiva, lo cual ha sido llamado “el nexo entre la opresión y la liberación”. La religión liberal se ha convertido en una serie de arañazos de nunca acabar por la liberación de la humanidad de toda tiranía, real o imaginaria: los seculares deben ser liberados de los religiosos, los feligreses de los clérigos, los iluminados de los ignorantes, los ciudadanos de la realeza, los pobres de los ricos, los trabajadores de los capitalistas, los negros de los blancos, las mujeres de los hombres, las esposas de los maridos, los hijos de los padres, los deudores de los acreedores, los empleados de los empleadores, los homosexuales de los heterosexuales, los condenados por la ley de los ciudadanos respetuosos; y pronto, si la trayectoria persiste, los polígamos, monógamos y pedófilos de los guardias de la prisión. La gran liberación ahora se extiende incluso a la naturaleza no humana: La liberación del “medioambiente” de la humani- dad voraz.
Conclusión
Si para ahora hubiéramos aprendido adecuadamente algo en nuestra experiencia histórica, debería haber sido que el rechazo a Dios y la imagen de Dios en el hombre conduce a la desfiguración sin fin y la destrucción de esa imagen, y el deterioro constante de una diversa vida cultural mientras la esfera del estado se extralimita para tratar de desempeñar un papel mesiánico en la vida de las personas. Mientras el hombre se va matando a sí mismo como portador de la imagen de Dios así languidece en las ruinas de un orden social que no puede encontrar una solución a su dolencia desde dentro de la propia naturaleza.
En la búsqueda de una verdadera vida política, dependemos de la gracia de Dios y la obra de su Espíritu a medida que buscamos oponernos y vencer una cosmovisión religiosa apóstata y destructiva que está arruinando muchas vidas. Estamos llamados en esta tarea al amor y la obediencia reflexiva. Y podemos estar seguros de la victoria a largo plazo en esta batalla porque una cultura apóstata de la muerte no tiene futuro.
Debemos continuar sirviendo a la causa de Cristo lo mejor que podamos, orar por los que tienen autoridad, buscar el bien de nuestros semejantes, proféticamente ser testigos en contra de la idolatría en sus variadas formas, y procurar la justicia y la honradez. Nosotros no siempre seremos amados por esta posición, pero esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe.
Con un corazón apóstata, durante casi un siglo, nuestra cultura ha venido aplicando progresivamente la muerte del hombre como hombre (como portador de la imagen de Dios), y por lo tanto, estamos en ese sentido rodeados de hombres muertos: muertos en delitos y pecados. Pero el Señor Jesucristo nos asegura, “La hora viene, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan 2:19).
Traducido por Beatriz Atkins
Rev. Dr. Joseph Boot (M.A., Ph.D.) es un teólogo cultural, prominente apologista cristiano, pastor fundador del Westminster Chapel en Toronto y fundador del Ezra Institute for Contemporary Christianity (EICC). Originario de Gran Bretaña, ha servido con Ravi Zacharias International Ministries por siete años como apologista radicado en Oxford, Inglaterra, y en Toronto, Canadá.