Por Daniel J. Lobo
Reforma Siglo XXI, Vol. 20, No. 2
Tengo un amigo que en su juventud solía practicar el alpinismo. Cuenta que en un principio, él y algunos amigos lo practicaban sin cuerdas ni hebillas. Parecía ser muy emocionante y cada escalada era una aventura llena de adrenalina y emociones fuertes. Así lo fue hasta que un nefasto día, uno de sus amigos resbaló mientras subía un risco y perdió la vida. El terrible accidente llevó a mi amigo a replantearse decidió seguir practicando el alpinismo, pero ahora con el equipo debido. Según cuenta, las cuerdas y hebillas que él pensaba limitarían su movimiento y le restarían diversión a la escalada, por el contrario, le dieron más libertad de movimiento y la seguridad para disfrutar mucho más del osado deporte.
Cuando hablamos de sexualidad, podemos trazar ciertos paralelos con la experiencia de mi amigo. En la sociedad actual, el mundo nos dice que la mejor manera de practicar la sexualidad es por la libre, sin restricciones ni limitaciones—sin cuerdas ni hebillas—. Lamentablemente, la mayoría no se dan cuenta de que practicar la sexualidad de este modo solo puede terminar en desgracia. Las consecuencias de esta aparente libertad pueden ser mortales físicamente, pero inevitablemente lo son así para el alma.
En este sentido, la ley de Dios y el orden creacional establecido por Él son como los arneses necesarios para poder disfrutar de la sexualidad —sin llevar la metáfora demasiado lejos—. Lo cierto es que Dios ha establecido un lugar seguro y un momento apropiado para practicar la sexualidad con libertad y sin poner en riesgo la vida. Ese lugar es dentro del matrimonio como Dios lo define, a saber: entre un hombre y una mujer. Así, la verdadera felicidad y libertad sexual se vive dentro de los límites establecidos por Dios, según sus parámetros, de acuerdo con su diseño perfecto, y cualquier otro camino solo llevará a una profunda insatisfacción y miseria.
Dentro de su Ley, el Señor Dios dejó el séptimo mandamiento: No cometerás adulterio, con el fin de proteger la santidad del matrimonio y la pureza de la relación sexual.
G. I. Williamson, en su libro The Heidelberg Catechism: a Study Guide, afirma que el séptimo mandamiento nos manda “preservar la castidad propia y la del prójimo”, y nos prohíbe “practicar la inmoralidad en pensamiento, palabra o acción”. Esta debe ser la regla de sexualidad del creyente, sea soltero o casado, sea joven o anciano, sea hombre o mujer. En cual- quier contexto, vivir en castidad es no dar rienda suelta a nuestras pasiones desenfrenadas, no solo para protegernos a nosotros mismos, sino para no ser piedra de tropiezo para los demás.
Jesucristo también quiso llevarnos al corazón del mandamiento cuando nos enseñó que no era necesario cometer adulterio físicamente para ser culpable ante Dios. Él nos dijo que “cualquiera que mire a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5:27-29). Vemos entonces que el pecado sexual es mucho más profundo que la mera expresión externa. No es de extrañar que la Biblia una y otra vez nos advierta en cuanto a la inmoralidad. Nos dice que no participemos de conversaciones inmorales ni entendamos el sexo de la misma manera que el mundo lo hace (Ef. 5:3). Nos manda a huir de la inmoralidad como si nuestra vida dependiera de ello (1 Cor. 6:18-19). Nos recuerda que debemos ver nuestras propias pasiones como enemigos que batallan contra nuestra propia alma (1 P. 2:11). En fin, podemos ver que el pecado sexual es un enemigo con el cual no podemos jugar. Debemos tomar la lucha contra la inmoralidad muy en serio. En el pasaje de Mateo que cité anteriormente, Jesús continúa con una afirmación muy fuerte. Dice que si nuestros ojos o nuestras manos nos son ocasión de caer, no debemos pensarlo dos veces para eliminarlos. Si bien es cierto que no nos está instando a mutilar nuestro cuerpo, sí nos está diciendo que no podemos tomar a la ligera cualquier elemento en nuestra vida que nos sea ocasión de caer. Debemos estar dispuestos a “amputar” de nuestra vida cualquier circunstancia, medio o persona que nos tiente a pecar.
Esta batalla contra la inmoralidad se libra primero en el interior, en lo profundo del alma, para luego pasar a nuestras relaciones con los demás, y finalmente tiene repercusiones externas y públicas. En medio de una sociedad que ha exaltado el sexo y lo ha distorsionado a un grado irreconocible según las normas bíblicas, es la Iglesia de Cristo la que tiene el llamado y el deber de recuperar una perspectiva bíblica del sexo y llevarla a la práctica en su vida para testimonio al mundo. Además del deber, la Iglesia tiene también el poder para hacerlo. No porque seamos mejores que los demás, sino porque el mismo Dios que ha iniciado la buena obra en nosotros, ha prometido perfeccionarla. No confiamos en nuestras propias fuerzas, sino en el Espíritu de Aquel que nos ha liberado del dominio del pecado y nos ha hecho nuevas criaturas para su gloria. Si hay un grupo de personas que puede mostrar cómo se vive la sexualidad de manera santa y agradable a Dios, manifestada en matrimonios fuertes, familias íntegras, jóvenes libres y niños seguros, ese es la Iglesia. Es un llamado verdaderamente alto y de creciente importancia en una sociedad que procura cada vez más cortar las cuerdas y romper las hebillas de la ley de Dios, resultando en su propia caída a un abismo de quebrantamiento, dolor, insatisfacción y, en última instancia, muerte.
Esa es y siempre ha sido la meta de Satanás. Cada una de sus mentiras tiene como objetivo destruir a los hombres, porque le recuerdan el objeto de su rebelión y autor de su eterna destrucción, a Aquel a cuya imagen fueron creados. Su mentira de ‘liberación sexual’ no es otra cosa que esclavitud y muerte, pues a eso ha venido él, a robar, matar y destruir.
Sin embargo, nosotros predicamos al que vino a dar vida, y vida en abundancia. El único que pueda dar libertad a los cautivos, el único que puede hacer nuevas criaturas de personas marcadas y quebrantadas por el pecado, el único que puede llevarlos de muerte a vida y darles una identidad según el propósito con el cual fueron creados, es Jesús. Solo su evangelio predicado y el testimonio de vidas transformadas podrá dar luz y esperanza a este mundo. Una vez más, el llamado de Pablo en Romanos 12:1 y 2 debe ser nuestro lema de vida.
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”.