Por John Murray
Reforma Siglo XXI, Vol. 18, No. 1
En referencia a todos los aspectos desde donde la gracia salvadora de Dios se puede ver, siempre debemos tener en cuenta la realidad y la gravedad del pecado. La salvación que Dios ha provisto es más que la salvación del pecado y sus consecuencias. Su diseño abarca las abundantes riquezas de la gracia de Dios y contempla el más alto destino concebible que puede ser otorgado a las criaturas, ser hechas conforme a la imagen del propio Hijo de Dios para que él sea el primogénito entre muchos hermanos (cf. Romanos 8:29). Sin embargo, tal destino no podría ser previsto ni lograrse sin la salvación del pecado en todas sus ramificaciones y cargas. Para poder ser salvación a, debe en primer lugar ser salvación de.
No podemos evaluar la gravedad del pecado a menos que exploremos lo que es central en su definición. Si decimos que el pecado es egoísmo, afirmamos algo que pertenece a la naturaleza de pecado, sobre todo si pensamos en el egocentrismo y lo interpretamos como que implica la adoración de uno mismo y no del Creador (cf. Romanos 1:25). La maldad del pecado con ello se da a conocer. Una vez más, si decimos que el pecado es la afirmación de la autonomía humana frente a la soberanía de Dios, estamos diciendo algo relevante. El pecado es precisamente eso, y se hizo evidente en el Edén cuando comenzó el pecado de nuestra raza.
No obstante, debemos preguntarnos: ¿son estos análisis suficientes? Para decirlo de otro modo: ¿no justifica y promueve la Escritura una descripción más penetrante? Cuando Pablo dice que “la mente carnal es enemistad contra Dios” (Romanos 8:7), sin duda nos ha proporcionado lo que es último en la definición de pecado. El pecado es la contradicción a Dios, contradicción en la línea de la gloria única y esencial de Dios. Nada es más afín a la gloria de Dios que su verdad; él es verdad. El tentador era muy consciente de esto y por eso su estrategia se enmarcó en ese sentido. A la mujer le dijo: “vosotros ciertamente no moriréis” (Génesis 3:4). Esta fue una contradicción flagrante a la veracidad de Dios. Cuando la mujer accedió a esta contradicción, su integridad se derrumbó y se volvió cautiva del pecado. La acusación de Nuestro Señor al tentador va en el sentido de que su propia caída de la integridad fue del mismo carácter que aquello por lo que sedujo a Eva. “Él fue un asesino desde el principio y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, habla de su propia naturaleza, porque es mentiroso y padre de mentira” (Juan 8:44).
Sí, la esencia del pecado es estar en contra de Dios (cf. Salmo 51:4); es contradicción a Dios en toda su gama de connotaciones y aplicaciones. Cuando Pablo escribió:
“la mente carnal es enemistad contra Dios”, añadió: “porque no se sujeta a la ley de Dios” (Romanos 8:7). Es significativo que se especifique la ley de Dios en este sentido. La enemistad se manifiesta en falta de sujeción a la ley de Dios. Y no solo esto; puede decirse que la falta de sujeción constituye la enemistad, la contradicción. Porque la ley es la gloria de Dios expresada para regulación del pensamiento, palabra y acción humanas, en consonancia con la imagen en la que el hombre ha sido creado. Así que el pecado puede ser definido en términos de la ley como “anarquía” (1 Juan 3:4).
La contradicción que ofrece el pecado contra Dios y su voluntad, si bien no se describe adecuadamente como resistencia, sí implica y se expresa en la resistencia. La Escritura a veces utiliza este término o sus equivalentes para expresar la actitud de incredulidad (cf. Hechos 7:51; 13:45; Romanos 10:21; 2 Timoteo 3:8; Tito 1:9). Es obvio que el pecado consiste en la resistencia a la voluntad de Dios. Si las demandas de Dios no fuesen resistibles, no habría pecado. Las demandas de Dios se expresan en el Evangelio y todo rechazo del evangelio y de sus demandas es resistencia. En el evangelio, tenemos la revelación suprema de la gracia de Dios, y Cristo es la encarnación de esa gracia. La gloria de Dios no resplandece en ninguna parte más que en el rostro de Jesucristo. De ahí que la incredulidad sea resistencia a la gracia en el cenit de su revelación y obertura. Así que, decir que toda gracia es irresistible, es negar los hechos simples de la observación y la experiencia, como también de la enseñanza de la Escritura. Esteban se atrevió a acusar a su audiencia incrédula de resistencia al Espíritu Santo: “Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo: como vuestros padres, así también vosotros” (Hechos 7:51). Esto es lo monstruoso de la incredulidad; es la contradicción del pecado que se expresa en la resistencia a las demandas y propuestas de supremo amor y gracia. “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (Juan 3:19).
Cuando hablamos de gracia irresistible, por lo tanto, no afirmamos que toda gracia sea irresistible, ni negamos los aspectos innumerables en los que la gracia es resistida y resistida hasta la culminación de la resistencia en la condenación eterna. De hecho, la verdad y la necesidad de la gracia irresistible pueden demostrarse de manera más convincente en la premisa de la gracia resistible. La enemistad del corazón humano es más virulenta en el momento de la revelación suprema de la gloria de Dios. Tan arraigada y persistente es la contradicción, que se rechaza al Salvador como la encarnación de la gracia. Es cuando reconocemos esto que se percibe la necesidad de la gracia irresistible.
En gran parte del evangelismo actual se supone que lo que el hombre puede hacer en el ejercicio de su propia libertad es creer en Cristo para salvación. Se supone que esta es la contribución que el hombre mismo debe hacer para hacer que las fuerzas de la salvación operen, y que incluso el mismo Dios no puede hacer nada para este fin hasta que se dé esta decisión crucial de parte misma del hombre. Esta evaluación no toma en cuenta para nada la depravación humana, con la naturaleza de la contradicción que implica el pecado. Pablo nos dice que la mente de la carne no solo no está sujeta a la ley de Dios, sino que no puede estarlo (Romanos 8:7). Esta imposibilidad se extiende al evangelio también. Es la implicación de otra palabra dicha por Pablo de que “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14). Sin embargo, tenemos el testimonio más directo y expreso en cuanto a esta verdad de parte de nuestro Señor mismo. “Ninguno puede venir a mí si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44); “Nadie puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:65). Aquí está el testimonio de aquel que sabe lo que hay en el hombre y que conoce al Padre como el Padre lo conoce. Y es en el sentido de que al hombre le resulta moral y espiritualmente imposible venir a él, sino por el don gratuito del Padre atrayéndolo secreta y eficazmente.
Las palabras anteriores de nuestro Señor deben coordinarse con otras en el mismo contexto. “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí, y al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). La entrega por parte del Padre en este texto se ha entendido como la elección en Cristo antes de la fundación del mundo (cf. Efesios 1:4, 5) o, al menos, en términos de dar al Hijo en relación con o a partir de la elección. No obstante, esta no parece ser de ninguna manera la acción del Padre mencionada en el texto. Hay dos razones para esta conclusión. En primer lugar, en otros pasajes de este Evangelio, cuando Jesús habla de aquellos que el Padre le dio, se les identifica como aquellos que le dio de entre el mundo, como los que habían cumplido su palabra, como los que habían conocido que todas las cosas dadas a él eran del Padre, como los que habían recibido las palabras que les había dado y que habían llegado a conocer la verdad de que él, Jesús, provenía del Padre (Juan 17:6-8). Estas características requieren mucho más que elección antes de la fundación del mundo; implican una relación de fe. En segundo lugar, en el contexto más inmediato, Jesús se refiere al Padre atrayendo y dando de manera eficaz. (Juan 6:44, 65).Así que debemos concluir que el dar es la entrega que se produce en la operación real de la gracia, que se define más específicamente como el atraer y dar en el ámbito de la conciencia. La fuerza que ejerce la gracia del Padre en los corazones de los hombres es concomitante con, o tal vez, pueda ser interpretada como donación de parte del Padre al Hijo. Dios el Padre atrae a los hombres, coloca restricciones santas sobre ellos, los llama a la comunión con su Hijo, y los presenta a Cristo como trofeos de la redención que Cristo mismo ha logrado.
Esta restricción se ha llamado “eficaz”. Ninguna otra inferencia razonable podría extraerse de Juan 6:44,45. Jesús está hablando de venir a él, es decir, del compromiso de la fe y de la imposibilidad sin la acción de traer por parte del Padre. Al hacer la excepción, sin duda da a entender que cuando el Padre atrae la excepción ocurre: la persona atraída, de hecho, viene. Además, pensar en estas acciones como ineficaces sería una ofensa contra todo lo que se puede concebir en cuanto a la naturaleza y la intención del traer y dar del Padre en términos de los versículos 44, 65.
No obstante, Juan 6:37 no deja lugar a duda alguna: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”. Jesús no dice: todo lo que el Padre me da, será traído a mí. Él usa un término que denota movimiento de parte de la persona: “vendrá a mí”. Venir a Cristo es un movimiento de compromiso con Cristo, un venir que involucra la actividad de toda el alma de la persona que viene. No es que podría venir, no es que tendrá la oportunidad de venir, no es que muy probablemente vendrá, y no es simplemente que tendrá el poder de venir, sino que, de hecho, vendrá. Hay certeza absoluta. Hay una necesidad divina; el orden de los cielos asegura la secuencia.
Es moral y espiritualmente imposible que una persona venga a Cristo aparte de la acción del Padre. Ahora vemos también es moral y espiritualmente imposible que la persona dada por el Padre al Hijo no venga a él. Existe, por veredicto de Jesús, una conjunción invariable de estos dos diversos tipos de acción: “todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”. Hay una eficacia invencible en la acción del Padre, y esto significa gracia irresistible.
La realidad de tal gracia está inscrita en las palabras de Jesús. Pero la enseñanza también apunta a la necesidad. La premisa de la enseñanza de nuestro Señor es la imposibilidad de la fe cuando solo rige la acción humana. La agencia del Padre se interpone para llenar esta imposibilidad, y a su vez, la imposibilidad establece el carácter indispensable de tal interposición.
Hasta ahora, la atención se ha centrado en la acción de Dios Padre en la restricción que resulta en fe. Es muy importante apreciar este énfasis de la Escritura. De lo contrario, deshonramos a Dios el Padre y nuestro entendimiento de las provisiones de la salvación queda seriamente distorsionado. El amor del Padre es la fuente de la cual proceden todos los actos y procesos de redención. Sin embargo, también hay que reconocer que en el inicio de la salvación como posesión yacen las operaciones de la gracia de las cuales el Padre es agente. Él es quien llama eficazmente a la comunión con su Hijo (cf. Romanos 8:28,30; 1 Corintios 1:9; Gálatas 1:15,16; Efesios 1:18) y que atrae a los hombres al Salvador. Cuando los pecadores experimentan por primera vez la atracción invencible del Redentor, son arrebatados por su belleza, e invierten su todo en él, es porque el Padre ha hecho una donación a su propio Hijo y colocado sobre los hombres una coacción irresistible. Concebir todo esto como menos que gracia irresistible es negar su carácter e impugnar la eficacia de la voluntad del Padre.
Con gran frecuencia en la teología, la gracia irresistible ha sido concebida con su enfoque en la regeneración, y la regeneración es específicamente el acto del Espíritu Santo (cf. Juan 3:3-8). Sería fácil decir que las acciones del Padre antes mencionadas son simplemente diferentes formas de expresar la regeneración. Esto es demasiado simplista y no toma en cuenta la multiplicidad de las operaciones de la gracia. En el diseño de la salvación existe una economía. En la realización definitiva de la redención existe una economía. Es decir, existen funciones específicas y distintivas de las diferentes personas de la Trinidad. También hay economía en la aplicación de la redención y hay que tener plenamente en cuenta la diversidad en cuestión. Equiparar las acciones del Padre con la regeneración es ignorar la diversidad; nuestra teología con ello se trunca y nuestra fe es privada de la riqueza que la economía requiere.
La regeneración es específicamente la obra del Espíritu Santo, y nuestra apreciación de la economía de la salvación exige que le honremos en las funciones distintivas que realiza.
Ningún ingrediente en las múltiples operaciones de la salvación de Dios atañe con mayor relevancia al tema de la gracia irresistible que la regeneración. Una vez más, la propia enseñanza de nuestro Señor es básica. “Si el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios… El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:3,5). La imposibilidad que encontramos anteriormente en relación con la fe aparece aquí en relación con la comprensión y la membrecía en el reino de Dios, y el nacimiento de lo alto, del agua y del Espíritu, es la interposición que hace frente a la impotencia humana. No puede ponerse en duda que la evaluación de nuestro Señor sobre la situación del hombre es incapacidad total en cuanto a lo que es más afín a su bienestar y tiene el mismo sentido que la acusación de Pablo en cuanto al hombre natural (1 Cor 2:14).
La provisión de la gracia aparece en esta conexión, como en Juan 6:44, 65, en la condición nacido de lo alto, del agua y del Espíritu, condición que asegura la comprensión y la membrecía en el reino de Dios. Y la certeza de este resultado se da a entender no solo en las condiciones de los versículos 3 y 5, sino que se afirma expresamente en el versículo 6: “Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”, una nueva persona habitada, dirigida y controlada por el Espíritu Santo.
Solo Juan registra para nosotros el discurso del Señor a Nicodemo. El profundo efecto que esta enseñanza tuvo en el pensamiento de Juan se evidencia en su primera epístola. En seis ocasiones hace referencia a la regeneración (1 Juan 2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18). El énfasis en la concomitancia invariable del nacimiento que viene de Dios y la vida nueva es pertinente a nuestro interés actual. “Todo aquel que es nacido de Dios, no peca… y no puede pecar porque es nacido de Dios” (3:9). “Todo aquel que es nacido de Dios vence al mundo” (5:4). Todo aquel que es nacido de Dios no peca… y el maligno no le toca” (5:18). Así que la persona nacida o engendrada de Dios ya no vive en pecado, sino que tiene la victoria, es decir, se convierte.
Cuando estos datos se ponen en contraste con la imposibilidad de la cual el Señor le habló a Nicodemo, la única conclusión es que el nuevo nacimiento es invenciblemente eficaz y esto no es más que afirmar la gracia irresistible.
Es significativo que en el prólogo del Evangelio de Juan aparezcan las palabras: “que nacieron no de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:13). Los negativos acumulados refuerzan lo positivo y la lección es la del monergismo divino. No es lo que el hombre hace, sino lo que Dios y solo Dios realiza, con exclusión de toda voluntad o acción humana. El mismo monergismo es patente en la propia enseñanza de nuestro Señor. En Juan 3: 3-8, no podemos suprimir la analogía en que gira el lenguaje de la regeneración. Cuando una persona es engendrada o nacida según la carne, no es porque ella lo decidiera. Es totalmente por la voluntad y la agencia de los demás. Así mismo es en el nuevo nacimiento. Y no queda duda en cuanto a por voluntad y agencia de quién. El Espíritu Santo es el agente y solo él. En términos del versículo 3, la acción es sobrenatural; en términos del versículo 5, es por purificación radical e impartición; en términos del versículo 6, es invenciblemente determinante; en términos del versículo 8, es misteriosa y soberanamente eficaz.
¿Por qué hay reticencia a aceptar la verdad de la gracia irresistible? Es la intervención de Dios para hacer por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos. Es la gracia asombrosa de Dios para hacer frente a nuestra desesperada impotencia. He aquí el evangelio de la misericordia soberana. En la evangelización, es la única esperanza de su éxito para la salvación de las almas perdidas. El Espíritu Santo acompaña la proclamación del evangelio con su manifestación soberana y poder. Los perdidos son nacidos del Espíritu y el fruto es la santificación y la vida eterna.
Para concluir, podemos volver a Juan 6:37, 44, 65. Cuando un pecador viene a Cristo con el compromiso de la fe, cuando la voluntad rebelde se renueva y las lágrimas de la penitencia comienzan a correr, es porque una transacción misteriosa ha tenido lugar entre las personas de la Divinidad. El Padre ha hecho una presentación, una donación a su propio Hijo. Así que Dios nos libre de pensar que podemos explicar el venir a Cristo como una decisión autónoma de la voluntad humana. Encuentra su causa en la voluntad soberana de Dios Padre. Él ha puesto sobre esta persona la coacción por la que ha sido cautivado por la gloria del Redentor para invertir en él todos sus intereses. Cristo se hace sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención. He aquí la gracia sobreabundante; la gracia insuperable.
John Murray fue profesor de teología sistemática en el Westminster Theological Seminary en Filadelfia, Pensilvania. Murray obtuvo su Maestría en Artes en la Universidad de Glasgow y su Bachillerato y Maestría en Teología en el Seminario Teológico Princeton. El Profesor Murray es conocido por sus publicaciones LaRedención consumada y aplicada y Principles of Conduct.