Por Nicolás G. Lammé
Reforma Siglo XXI, Vol. 12, No. 1
Este artículo es un abstracto modificado del capítulo sobre la disciplina eclesiástica que aparece en el libro «Manual de capacitación para ancianos gobernantes y diáconos» publicado por la CLIR, 2010. El libro está de venta en la página web de la CLIR, www.clir.net.
1. Dios mismo nos disciplina
El fundamento para la disciplina eclesiástica se encuentra en el hecho de que Dios mismo disciplina a todos sus hijos. Tenemos una abundancia de testimonio escritural que nos muestra el amor de Dios en la disciplina de sus hijos. Por ejemplo:
«No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere». Proverbios 3:11-12
«Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?
Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitado». Hebreos 12:7-11
De los textos anteriormente citados, aprendemos lo siguiente: No hay hijo sin disciplina. Sin disciplina todos nos extraviaríamos, tal como los hijos naturales. El propósito de la disciplina de Dios es refrenar el pecado y las inclinaciones pecaminosas de nuestro corazón, a fin de prepararnos para la herencia. Son los hijos ilegítimos los que no reciben esta gracia de la disciplina de Dios. Se debe notar que hasta el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, experimentó sufrimiento como disciplina: «Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (Heb. 5:8). Fue el teólogo Charles
H. Spuergeon quien comentó correctamente que Dios tuvo un hijo sin pecado, pero ningún hijo sin sufrimiento. Dios no nos castiga porque nos odia o porque desea condenarnos, sino porque nos ama, y con el fin de santificarnos (véase Dt. 8). Por tanto, debemos ser disciplinados en tres diferentes maneras:
- Por medio de la obra del Señor mismo en nosotros. Dios obra por medio de pruebas y aflicciones, por la obra de su Espíritu Santo y su Palabra, por la predicación de la misma, por la reflexión de la Santa Cena, por las malas consecuencias de nuestros propios males y errores, etc. (véase también el Catecismo mayor de Westminster, P&R. 78-81).
- Por medio de otras personas en nuestras vidas. Dios usa el ministerio de los otros seres humanos en nuestras vidas (Prov. 27:17), el ejemplo de los santos para que lo sigamos, el ejemplo de los incrédulos y reprobados para que lo evitemos, los consejos privados y toda clase de relación que nosotros tengamos.
- Por medio los gobernantes que Dios ha establecido en sus propios lugares. Por ejemplo, hay padres de familia (quinto mandamiento, Ex. 20:12), el estado civil (Gén.
9) y la iglesia (Mt. 16 y 18). En cada una de estas esferas de la vida, Dios ha ordenado a gobernantes que sirvan en representación suya. Cada una de estas esferas tiene su propia autoridad que ha sido establecida y otorgada por Dios.
Sin embargo, solamente la autoridad de la iglesia en la disciplina, como representante de Dios en la tierra, concierne el presente estudio.
2. La naturaleza del poder eclesiástico
2.1 Poder ministerial y declarativo
El poder de la iglesia es ministerial y declarativo. Ministerial quiere decir en primer lugar que la iglesia tiene poder para servir y para instruir. En Juan 13, Jesús lavó los pies de los discípulos y dijo: «Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis» (vv13-15). Fueron los discípulos de Jesucristo, que luego se convertirían en los apóstoles, los que recibieron del Maestro el mandamiento de ser siervos. El mundo no considera el servicio como un poder, pero es esencial a la autoridad del anciano de Jesucristo. Pablo entendió muy bien este aspecto de la autoridad apostólica cuando defendió su apostolado a los Corintios. En 1 Corintios 3, Pablo recuerda a los corintios que él y Apolos eran «servi- dores por medio de los cuales habéis creído» (3:5). El servicio de los apóstoles era una prueba de que ellos eran de Dios (3:9) y por medio de su humilde servicio a las iglesias, Dios mismo estaba sirviendo a las iglesias (2 Cor. 11; 1 P. 4:11). El servicio de los ancianos es un sermón vivo del Señor Jesucristo, porque mediante su servicio, salvó a su pueblo (Fil. 2:1-18). Aunque nosotros no salvamos a nadie por nuestras obras y servicio, llegamos a ser testigos fieles de la gracia de Dios en Cristo y esto hace más eficaz y poderoso nuestro mensaje.
El servicio cristiano es un poder eclesiástico. Es lo que protege a la iglesia de hacerse un poder despótico o tiránico. Es lo que protege a los ancianos de hacerse reyes y jefes, y grandes y eminentes gobernadores del pueblo. Mantiene la integridad de todo lo que la iglesia haga o diga, porque la autoridad que Dios le ha dado no puede usarse para el beneficio propio, sino para el beneficio de los santos por quienes Cristo se entregó. Esto es aun más importante cuando hablamos de la disciplina.
El poder declarativo de la iglesia tiene que ver con su tarea de proclamar las buenas nuevas del reino de Dios. La iglesia no puede proclamar nada que no sea la Palabra de Dios. Tiene que limitarse a lo revelado y no tiene poder en la tierra para pronunciar cosa alguna que Dios no haya pronunciado. Su poder es estrictamente declarativo, declarando abiertamente y sin temor, y con toda autoridad divina, lo que Dios ha revelado y declarado a los hombres. La iglesia tiene este poder y toda carne está obligada a prestarle atención. Calvino dice en su Institución:
Por esto san Pedro, muy bien adoctrinado por su Maestro, no toma para sí mismo ni para los otros más autoridad de la que debía; o sea, dispensar la doctrina que Dios le había confiado.
«Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios (1 Pe. 4, 11); quiere decir, no titubeando, como suelen hacerlo los que tienen mala conciencia, sino con gran confianza, como conviene que hable el siervo de Dios… He aquí la suma autoridad de los pastores de Cristo, llámense como quieran, deben tener: que armados con la Palabra de Dios sean animosos para acometer cualquier hazaña, de manera que fuercen todo el poder, la gloria, sabiduría y alteza del mundo a someterse y a obedecer a la Palabra de Dios» (Institución IV.viii.9).
La Palabra de Dios es la suma autoridad de los ministros de Dios, sean ancianos gobernantes o docentes. De esta manera, observa Calvino, Dios es el único Maestro de su iglesia y el único que posee autoridad sobre ella. Si él sometió a los apóstoles a la Palabra de Dios, quienes fueron inspirados y cuyas palabras llegaron a reconocerse como escritura divina, ¿cuánto más nosotros? Cuando la iglesia y sus ancianos se someten a la Palabra de Dios, la iglesia funciona como una institución ministerial, ministrando fielmente los oráculos de Dios.
Toda la autoridad de la iglesia se debe considerar ministerial y declarativa. Podemos servir a los santos y podemos
con toda autoridad declararles la voluntad de Dios usando las Escrituras. Pero más allá no podemos ir. Miren lo que dice Pablo a Timoteo: «Entre tanto que voy, ocúpate en la lectura, la exhortación y la enseñanza» (1 Tim. 4:13). Pablo le dice que se dedique a la lectura y esto contextualmente es de la Palabra de Dios. También tenía una responsabilidad de exhortar y enseñar con base en esta lectura. Toda la labor ministerial se resume en estas tres actividades de leer, exhortar y enseñar toda palabra que Dios ha hablado. Así dice el apóstol a su aprendiz joven cuando le escribe: «Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques las palabra…» (2 Tim. 4:1-2a). Cuando el anciano declara a un pecador la remisión de pecados, lo hace según la Palabra de Dios y no según sus propias opiniones. Y cuando decimos a un pecador que morirá en sus pecados, lo hacemos según la declaración de Dios. No tenemos autoridad para inventar o legislar, sino sólo para declarar como ministros de Dios.
Una palabra final. Si todo el poder de la iglesia es ministerial y declarativo, no es magisterial ni legislativo. Es decir, la iglesia no es la corte de un rey ni del oligarca. No es un cuerpo que hace leyes. El poder de la iglesia no es creativo. Los ancianos no son legisladores. La iglesia no es una democracia, reino o cualquier otra forma de gobierno civil. La iglesia se limita y se somete a la ley de Dios y al gobierno de Cristo.
Cuando consideramos el asunto de disciplina, en el que el bienestar de las vidas y almas de los miembros de la iglesia de Cristo están en nuestras manos, con toda seriedad y sobriedad debemos reconocer que la totalidad de nuestra autoridad es derivada de Dios y limitada por su Palabra. Si declaramos sólo lo que la Palabra nos permite, seremos fieles ministros de Dios y nuestros pronunciamientos tendrán toda la autoridad de Cristo, tanto en la tierra como en el cielo.
2.2 Poder moral y persuasivo
El poder de la iglesia es moral y suasorio, no legal y coactivo. Este poder se interesa por el pecado y la justicia y busca procurar la obediencia a Dios. No es igual al poder del estado civil. El estado civil también se interesa por el pecado y la justicia y busca obligar a obedecer. Pero, los motivos de las dos instituciones son bastante diferentes. El estado tiene la espada, pero la iglesia tiene las llaves del reino. El estado se dedica a la letra de la ley y su poder es coactivo. Se interesa por la justicia estricta y tiene poder de castigar corporal y temporalmente a los transgresores. En cambio, la iglesia tiene poder moral para persuadir y convencer de pecado, justicia y juicio de Dios. No se dedica a la estricta justicia civil, sino a la justicia estricta de la cruz donde Dios juzgó a su pueblo en Cristo. El estado con la espada nos obliga, mientras que la iglesia con la Palabra nos llama y nos persuade por el evangelio. La iglesia no coacciona con la espada ni con amenazas de cárcel ni otro castigo corporal, sino llama por el evangelio, anunciando las buenas nuevas. En otras palabras, el uso del poder de la iglesia se dedica a la restauración del hombre que ofende al Dios ofendido. Busca la reconciliación del transgresor. En casos de disciplina, la meta es siempre reconciliar al mundo con Dios. Pero, el poder de la iglesia no está en contra de la justicia de Dios ni la humana. El poder de la iglesia se basa en la justicia de Dios en la cruz. El ministerio que ha recibido de Dios no es el ministerio de vengador, sino de reconciliador. Por eso, el poder de la iglesia es moral y suasorio, no legal y coactivo.
3. Los límites del poder eclesiástico
Todo poder terrenal se deriva del quinto mandamiento (véase el catecismo mayor 123-133) pero se tiene y se ejerce diferentemente según la ordenanza de Dios. Por ejemplo, la familia recibió el poder de la varilla (¿faja, o vara?) y no el de las llaves ni de la espada. El estado recibió el poder de la espada y no el de las llaves ni de la varilla. La iglesia recibió el poder de las llaves y no el de la espada ni de la varilla. El poder de la familia se extiende a la sabiduría y discreción (especial- mente con respecto a los jóvenes), mientras que el poder del estado se extiende a la pena de muerte, aunque el estado no puede castigar pecados que no son delitos. Por ejemplo, el estado no castiga la rudeza, la grosería, chismes entre amigos, sexo prematrimonial entre adultos, o la homosexualidad. Los padres tienen la responsabilidad de cuidar a los hijos, el estado de asegurar una sociedad justa y segura y la iglesia de reconciliar con Dios. Cada uno tiene su autoridad y ninguno tiene derecho de transgredir la del otro.
En otras palabras, aunque los ancianos de la iglesia se parecen a los padres, no tienen el poder de compeler (¿obligar?) con respecto a la discreción o sabiduría. Por ejemplo, los ancianos no pueden decir: «No puedes comer helado» o «No debes comprar aquellos zapatos o salir con tu amigo». También se parecen a los gobernantes civiles ¿?? pero no pueden flagelar, encarcelar o de algún otro modo castigar corporalmente. Si entendemos bien el poder de la iglesia, es el más temible, aún más que la pena de muerte, porque el castigo de la iglesia que se manifiesta en la excomunión es la pena de muerte espiritual (Lc. 12:4). Los límites de la autoridad ecle- siástica son espirituales y regidos por la Palabra de Dios.
4.El propósito de la disciplina eclesiástica
4.1 Un propósito tripartito
Tradicionalmente, se reconoce un propósito tripartito de la disciplina eclesiástica.
- La gloria de Dios: todo pecado es contra Dios y él tiene que ser vindicado. Pecado escandaloso que no se resuelve o del cual no se arrepiente, deshonra al nombre de Dios (Gén. 39:9; Sal. 51). La disciplina es importante para honrar el nombre de Dios en el mundo.
- La pureza de la iglesia: pecado escandaloso que se tolera en la iglesia contamina todo el cuerpo (Hch. 5).
- La recuperación del transgresor: nosotros entregamos al transgresor que no se arrepiente a Satanás para que aprenda a no blasfemar (1 Tim. 1:18-20). Siempre nos preocupamos por la restauración del pecador (1 Tim. 1:15).
Aunque estos son los propósitos tradicionales, hay un cuarto propósito: justicia para la parte ofendida. Si una persona severamente ofendida se encuentra con un consis- torio que no quiere obligar al ofensor a arrepentirse, provoca en la parte ofendida amargura y rencor. No es amor por la víctima que la iglesia le diga «¡Supéralo!» En cambio, noso- tros debemos buscar justicia para la víctima de algún pecado.
La iglesia no puede extender las promesas del evangelio a la parte ofendida ni al transgresor si se niega a cumplir su deber ante el Señor de juzgar justamente.
5. Principios de la disciplina eclesiástica de Mateo 18 y Lucas 17
5.1 Las ofensas deben tratarse de la forma más privada posible.
Esto es lo que nuestro Señor nos enseña en Mateo 18:15-20 y Lucas 17:3ss. Si nuestro hermano peca contra nosotros, debemos ir a nuestro hermano y reprenderle. De este modo buscamos ganar a nuestro hermano. Pero la Biblia nos da algunos consejos antes que vayamos a nuestro hermano. Nos dice que primero miremos por nosotros mismos. ¿Qué será mi parte en todo esto? ¿He pecado yo contra mi hermano (Mt. 5:23-24)? Después puedo determinar qué es la ofensa. ¿Qué mandamiento ha quebrado? ¿Es la ofensa severa? ¿Perjudica mi comunión o compañerismo? También debemos preguntarnos si podemos cubrir la ofensa en amor (1 P. 4:8).
5.2 Tratar las ofensas en un espíritu de humildad.
Si es una ofensa verdadera que molesta la comunión, se debe ir al ofensor con mansedumbre y humildad (el mismo espíritu de Gálatas 6). Con respecto a este principio, se deben tomar en cuenta algunas consideraciones:
Con respecto a Mateo 18, hay que reconocer que la persona ofendida está tratando pecados contra sí misma. La parte ofendida no es el Espíritu Santo y no es su derecho o responsabilidad corregir. Eso es el deber de los «espirituales» o los ancianos de la iglesia. El propósito de Mateo 18 es el de ganar a su hermano.
Puede ser muy útil y aun necesario que la parte ofendida busque consejo no chismoso de su pastor o los ancianos. Ellos pueden ser parte de la solución, especialmente si la ofensa es severa, problemática o dañina.
La parte ofendida debe resistir el impulso común de chis- mear, calumniar, murmurar o quejarse y debe estar preparado a escuchar y contestar humildemente al presunto transgresor.
La parte ofendida debe hacer todo lo posible para resolver el conflicto personalmente. Esto quiere decir que tal vez una resolución requiera más de una visita con el ofensor. Nuestro deber va más allá. Debemos buscar paz con nuestro hermano con toda nuestra fuerza y sólo cuando no es posible debemos intensificar el asunto.
5.3 Este proceso se debe abordar en persona.
Si es posible, siempre debe evitar estas confrontaciones por correo, email o teléfono. El ofensor no es el único con deberes en este asunto. Las palabras «repréndele» y «perdónele» de Lucas 17 y las palabras «ve» y «repréndele» de Mateo 18:15 obliga también a la parte ofendida a que cumpla con su deber ante Dios. Mateo 18 reconoce que a veces el ofensor no escuchará o no se arrepentirá, pero esta posibilidad no anula la responsabilidad de la persona ofendida de buscar ganar a su hermano. Hasta donde dependa de él, tiene que buscar la reconciliación usando todos los medios posibles y sólo cuando esto falle, debe buscar otro remedio.
5.4 Este proceso debe ser lo más personal posible y lo más local posible.
Cualquier deseo de chismorrear y contarlo a todo el mundo, a la corte suprema o «la iglesia», es un pecado y de esto se debe arrepentir. Si los intentos privados no son exitosos, entonces, debe traer testigos. Los mejores testigos serían en la mayoría de los casos los ancianos de la iglesia. Los dos o tres testigos de los que habla Mateo 18 no son un grupo de los amigos de la persona ofendida, sino testigos fiables que pueden dar buen testimonio a la iglesia. Esto no debe ser un ataque contra el ofensor.
5.5¿Qué es el propósito de los testigos?
Los testigos deben [poder – omit) escuchar y atestiguar de una forma imparcial lo que ambas partes dicen. Deben facilitar la comunicación entre las dos partes si esto fuera necesario (y posible). También cuando sea necesario y una o ambas partes manifiesten un espíritu irrazonable y poco caritativo, los testigos pueden intervenir y buscar una resolución. Pueden instar el perdón si la parte ofendida no lo quiere ofrecer y hacer otras cosas para procurar la reconciliación.
En este momento, si el ofensor no quiere escuchar a la parte ofendida (junto con los testigos) dígaselo a la iglesia. Pero, ¿qué quiere decir «la iglesia»? Quiere decir los ancianos, es decir, el consistorio. El asunto debe ser llevado ante los gobernadores y representantes de la iglesia. Luego, el consistorio da consejo y actúa.
6.¿Se debe hacer confesión pública de pecado?
Esta es una pregunta muy importante. En respuesta, yo creo que no. En el caso de un pecado público, el consistorio que adjudicó el caso debe reportar los resultados públicamente, identificando el pecado, hasta tal vez leyendo alguna carta del ofensor, y notificando a la iglesia de la censura. En casos en los que el pecador se ha arrepentido, la congragación no debe ser instruida a perdonar, sino que se les debe decir que el perdón ha sido ministrado. La razón es sencilla. No es la congregación la que administra la disciplina, sino sólo los ancianos. El reportar el caso a la congregación es estrictamente para el buen mantenimiento del orden de la iglesia, no para que la congregación realice «su parte en el proceso». Los detalles del caso no se deben reportar. Son sólo para los ancianos. A ellos se hace confesión de pecado y son ellos los que hacen la declaración de perdón, hasta donde sea apropiado, conforme con la Palabra de Dios y su oficio. Recuérdese que son los ancianos quienes tienen las llaves del reino de Dios. Algunas censuras tienen que ser reportadas, pero censuras por ofensas privadas no deben ser (generalmente) reportadas, especialmente en el caso de una persona arrepentida. La confidencialidad es indispensable. En todo caso de disciplina, los ancianos tienen que cumplir con su responsabilidad a Dios, a los miembros involucrados y a la iglesia. No deben convertir un proceso tan solemne en un circo de chismes.
7. La importancia de la disciplina eclesiástica
La disciplina es una de las tres marcas de la verdadera iglesia junto con la predicación verdadera de la Palabra y la administración bíblica de los sacramentos. Estas marcas de la verdadera iglesia son una manifestación de los atributos de la iglesia, que ella es una, santa, católica y apostólica. En primer lugar, la disciplina debe ser autoadministrada y es la aplicación personal de la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Cada miembro se considera responsable ante Dios delante de sus hermanos con el ejercicio propio de la disciplina. Esto se manifiesta en la manera en la que uno responde a la predicación, busca y recibe consejo espiritual, o recibe la amonestación de un hermano. Cuando un miembro niega disciplinarse o aplicarse la Palabra de Dios, la disciplina debe ser impuesta, primero por otras personas, y si el individuo persiste en su pecado, por toda la iglesia. Este proceso sirve a la pureza y a la paz de la iglesia y al bien- estar de todo miembro, ya sean los ofendidos o los ofensores. Por estas razones, debemos prestar toda atención a este muy importante asunto. Como ancianos, no tenemos derecho de ignorarlo, sea por pereza o por conveniencia. Esto es parte de nuestra tarea de pastorear la grey de Dios.
Quiero agradecer al profesor y pastor Alan D. Strange, profesor de historia eclesiástica y apologética en Mid-America Reformed Seminary, Dyer, IN, quien me ayudó de gran manera en la redacción de este ensayo. Generosamente me dio persmiso para usar sus notas de clase de gobierno eclesiástico, las cuales proveyeron la estructura de este ensayo. Por tanto, este ensayo es más útil que hubiera sido sin su colaboración, siendo él a mi parecer uno de los expertos norteamericanos más hábiles en este campo de estudio y práctica eclesial.