Por Guillermo Green
Reforma Siglo XXI, Vol. 15, No. 1
Parábola sobre la Iglesia en nuestros días
Había una vez un hombre que tenía una gran hacienda. Este hombre era muy noble, respetado por todos, y tenía grandes riquezas. Se llamaba don Juan Caballero de Ultramar. Pero le preocupaba que sus descendientes le dieran más valor a las cosas materiales que a las cualidades espirituales y personales. Después de pensarlo durante mucho tiempo, tomó la siguiente decisión.
Dejaría un testamento. Este testamento definiría quiénes realmente eran descendientes legítimos de su nombre y de sus bienes. Él quería que su nombre fuera recordado según sus cualidades de vida, y no sólo por sus bienes materiales. El testamento que hizo tenía dos partes, y las dos partes juntas definían “Los herederos legítimos de don Juan”.
La primera parte del testamento estipulaba las actitudes personales del heredero legítimo. Se leyó de la siguiente manera:
“El heredero legítimo de don Juan Caballero de Ultramar valora sobre todas las cosas,
- Amor a Dios, temor y reverencia
- Amor al prójimo por encima de sí mismo
- Una actitud de humildad para con todos, considerando a otros como más importantes de sí mismo.
- Un espíritu de generosidad y benevolencia, sabiendo que es más bienaventurado dar que recibir.
La segunda parte del testamento estipulaba dos prácticas que serían características de su descendencia para toda la historia. Estas dos señales eran:
- Se reúnen en familia cada domingo para almorzar juntos en armonía y espíritu fraternal.
- Toda familia colocaría en lugar visible el escudo e insignia de Ultramar
A los años murió don Juan, y dejó siete hijos. Se leyó el testamento, y todos aceptaron las condiciones gozosamente. Dividieron la hacienda, y cada hijo tenía orgullo de ser heredero legítimo de don Juan. Los domingos se reunían, y cada uno colocó el escudo de la familia en la entrada de sus casas. Tuvieron excelente renombre en toda la provincia, y todos hablaban bien de ellos. Fueron benefactores a los pobres, las viudas y los huérfanos, y maestros de la fe para los ignorantes. A pesar de enemigos, la calidad de sus vidas silenciaba toda calumnia.
Pasaron los años, y los siete hijos tuvieron hijos, y estos hijos tuvieron otros hijos. Pasaron las generaciones. Poco a poco la memoria de don Juan se fue olvidando. Poco a poco se le daba menos importancia a su testamento.
Por ejemplo, el primogénito de don Juan se llamaba don Juan Segundo, y sentía una responsabilidad por la familia. En muchas ocasiones él invitaba a la familia a su casa los domingos, y también ayudaba en cualquier disputa entre hermanos. Era orgulloso de ser el primogénito del gran don Juan Caballero de Ultramar. Resulta que las siguientes generaciones daban cada vez más importancia a su estatus de primogénito, y añadieron al testamento otros factores para honrar su elevada posición. Por ejemplo, a las prácticas del almuerzo y el escudo añadieron cinco prácticas más: 1) Un cierto estilo de sombrero; 2) Una caminata obligatoria después del almuerzo; 3) La obligación de llevar un broche del escudo siempre consigo; 4) Todo varón debía llevar el apelativo “Juan” como parte de su nombre; 5) Antes de acostarse los padres debían dar un beso ritual en la frente de cada hijo.
Después de unas generaciones, estas cinco prácticas llegaron a tener un lugar muy prominente entre los descendientes de don Juan Segundo. De hecho, olvidaron los cuatro mandamientos y las dos señales, y enfatizaban más los cinco rituales.
Al otro lado de la hacienda sucedió otro fenómeno. El segundo hijo de don Juan Caballero de Ultramar se llamaba Matías. Matías honraba fielmente la memoria de su padre mientras vivía, pero sucedió lo siguiente con sus hijos, y especialmente los nietos y bisnietos. No le daban mucha importancia a las ceremonias. El escudo frente a la casa se emblanqueció con el sol y la lluvia, y al final ni se leía lo que decía. Sin embargo, los bisnietos de don Matías no le daban importancia al escudo ilegible. Tampoco les importó el almuerzo dominical. De hecho, para no complicarse la vida, tomaron un acuerdo entre todos que se reunirían sólo una vez al año. De esta manera podía hacer lo que les parecía el día domingo. En cuanto a los cuatro mandamientos, nadie sabía dónde estaban, ni tampoco recordaban lo que eran. Creció una tradición espuria entre ellos, como si fuera palabra de don Juan Caballero de Ultramar. En su nombre dijeron que “los verdaderos herederos de don Juan deben decir tres veces al día “¡Viva don Juan!” —en la mañana, a mediodía, y por la noche—. El que no dijera “¡Viva don Juan!” no era digno de llamarse heredero legítimo.
Algo más que inventaron los bisnietos de Matías fue “La caminata larga”. Algunos habían visto a los descendientes de Juan Segundo en sus caminatas, pero les pareció que era mejor otro tipo de caminata. En lugar del almuerzo de convivio, lo sustituyeron por una caminata de tres días. Los hombres y las mujeres se separaban, hombres a un lado de la calle, y mujeres al otro lado. No debían hablar nada durante los tres días mientras daban una vuelta a media provincia. En varias ocasiones las personas se desmayaban de sed, otras se quemaron bien fuerte por el sol, y a otros los perros salvajes los atacaron. Pero nada de esto hizo que modificaran la práctica, sino más bien se exigía de algunos cuatro días de caminata.
Lo más triste fue la confusión que se le hizo a uno de los mandamientos de don Juan Caballero, el mandamiento “Más bienaventurado es dar que recibir”. Este mandamiento se convirtió en lo opuesto, “Más bienaventurado es recibir que dar”, y los bisnietos de Matías se llegaron a conocer como avaros y egoístas. Caían mal a todos, y el nombre de don Juan Caballero de Ultramar fue desprestigiado a causa de ellos.
Y así fue sucediendo entre casi todos los hermanos, distorsiones con respecto al testamento que don Juan había dejado. Comenzaron las riñas entre las familias, de modo que aun la población alrededor les tenía lástima. La gran fama y reputación que había tenido el nombre “don Juan Caballero de Ultramar” había caído, y su hacienda se había vuelto una mera fachada de lo que había sido.
Pues, se agravó la situación a un grado tan doloroso que comenzaron a hablar los jefes de familia entre sí. Decían que algo se tenía que hacer, que no se podía seguir de esa manera, o el nombre de don Juan caería en ignominia para siempre. Nadie quería eso. Decidieron tener una reunión familiar en que todos se presentarían.
Llegó el día establecido. Los jefes de familia tomaron su lugar frente a la asamblea. El tema era quiénes representaban los verdaderos herederos de don Juan Caballero. Cada jefe de familia comenzó a defender el porqué su familia era la expresión legítima del legado de don Juan, y por qué los demás debían imitarles.
El tataranieto de Juan Segundo, quien se llamaba Juan Sexto, explicó con elegancia cómo su familia fielmente guardaba las siete señales, dando especial énfasis en las cinco señales. Mostró su sombrero y su broche para que todos vieran, y para el remate de su argumento señaló para todos que su nombre era “don Juan Sexto”, el verdadero y legítimo heredero de don Juan Caballero.
Todos guardaron silencio cuando Juan Sexto terminó.
Esperaban a ver quién más hablaría.
Se puso en pie Matías Sexto con la exclamación “¡Viva don Juan! ¡Viva don Juan!” Al decir esto, toda su familia, unas cien personas, dijeron juntos, “¡Viva don Juan! ¡Viva don Juan!”
Después de esto Matías Sexto comenzó a explicar el por qué ellos eran los herederos legítimos de don Juan Caballero.
Le dijo a Juan Sexto que aquellos objetos de escudos, broches y sombreros eran meramente basura de este mundo. El verdadero homenaje a la memoria de don Juan consistía en la caminata larga. Como prueba del compromiso de cada miembro de su familia, les pidió que removieran sus zapatos. En verdad, las suelas eran muy gastadas, comprobando que habían hecho la caminata larga muchas veces.
Como remate para su argumento, dijo, “Y como bien dijo nuestro Gran Padre don Juan Caballero de Ultramar, ‘Más bienaventurado es recibir que dar’. Aquí presento como prueba de nuestra lealtad a don Juan las ropas de lujo que ando, y este anillo de oro. ¡Viva don Juan! ¡Viva don Juan!”. Y toda su familia repetía “¡Viva don Juan! ¡Viva don Juan!”
Al terminar, se oía murmuraciones de disgusto y de consternación. Se levantó otro jefe de familia, con parecidos resultados. Era una confusión de tradiciones cambiadas, inventos diferentes, y declaraciones dogmáticas de ser “los herederos legítimos de don Juan Caballero”.
Había pasado muchas horas, y ya atardecía. El grupo estaba cansado, y cada vez más disgustado. Los jefes de familia temían que se podría provocar una cisma fea entre los hermanos. Nadie sabía qué hacer. En eso se oía una voz. “Entonces, ¿no hay ninguna forma de reconocer a los herederos legítimos de don Juan?” Un joven se había levantado, con aspecto trastornado. “¿Lo hemos traicionado todos? ¿Es esta hacienda igual a cualquiera, entonces? ¿No vale nada el escudo que honramos?”
Entre la multitud se oía gritos, “¡No puede ser!” “¡Tiene que haber hijos legítimos!” “¿Qué vamos a hacer?”
El mismo joven movió las manos para que todos guardaran silencio. “Hemos escuchado acerca de un testamento que dejó don Juan. ¿Quién tiene copia de ese testamento?”
Hubo silencio.
“¿Quién tiene copia del testamento?” elevó su voz, el joven. “El testamento será la prueba de quién es heredero legítimo de don Juan”.
Se levantó un anciano, y dijo “En la casa tengo una copia. Espérenme”. Apoyándose en su bastón, caminó lentamente hacia su casa. Toda la multitud esperó en silencio, pero se sentía la emoción.
“¡Ahí viene!” se oyó un grito. “¡Y trae algo en la mano!” El anciano venía caminando lentamente hacia la reunión. Llevaba lo que parecía un rollo viejo en la mano. Le abrieron paso mientras se acercó al frente.
“Identifíquese, por favor” le pidió Juan Sexto.
“Soy Pablo Quinto” dijo. “Nuestra familia es una de las pequeñas entre nosotros. Pero puedo decir que tenemos y seguimos el testamento de don Juan Caballero”.
Voces de admiración se oían, y una voz dijo, “¡Lea el testamento!”
“Lo leeré”, dijo el anciano. Silencio absoluto cayó sobre la multitud. Con voz debilitada a causa de los muchos años de vida, pero firme y convencida, comenzó, “El heredero legítimo de don Juan Caballero de Ultramar valora sobre todas las cosas…”
Al finalizar el testamento levantó la mirada y contempló la multitud. Todos estaban mudos, confundidos, consternados. Los que más se creían herederos legítimos de don Juan estaban más lejos que cualquiera.
Pablo Quinto finalmente dijo, “Nuestra humilde familia, una de las más pequeñas, ha guardado fielmente este testamento. En días pasados os decíamos a todos vosotros que os habíais desviado del testamento, pero no nos prestabais oídos. Hoy día, finalmente, podéis vosotros, oh hermanos nuestros, comprobar los errores en que habéis caído, trayendo infamia sobre el nombre de don Juan Caballero, corrompiendo su hacienda, causando divisiones entre nosotros, y dañando la reputación de nuestro padre. ¡Volveos al testamento! ¡Volveos a los cuatro mandamientos! ¡Volveos a las dos señales!”
La multitud eructó en un alboroto como de un volcán. Unos decían “¡Fraude! Ese testamento no existe!” Otros decían “¡Juan Sexto no puede equivocarse! ¡Es imposible! ¡El broche y el sombrero nos identifican!” Otros decían “¡Viva don Juan! La caminata larga es legítima expresión de los herederos verdaderos. ¡Los lujos y las joyas también! ¡No los dejaremos! ¡Viva don Juan!”
Con tristeza el anciano que leyó el testamento miró a la multitud que se estaba deshaciendo, yéndose por familias a sus casas. Al final sólo él y el joven se encontraban, frente a frente. “¿Y tú?” le preguntó el anciano al joven.
“Quiero ver ese testamento por mi mismo”, dijo, extendiendo la mano. “Yo creo que sí es legítimo. Y yo quiero honrar legítimamente al nombre de don Juan Caballero de Ultramar. El anciano pasó el rollo al joven. “Guárdalo”, le dijo. “Tenemos otras copias en nuestras casas”. Y el joven se fue paulatinamente a su casa, leyendo mientras caminaba. Una luna llena alumbraba apenas lo suficiente tanto su lectura como su camino. Volviendo a mirar atrás, vio la solitaria figura de un anciano, testigo fiel del testamento de don Juan Caballero.