Por Jorge Ruíz
Reforma Siglo XXI, Vol. 8, No. 2
¿Existe en la Biblia una moralidad en relación con el sexo, una moralidad que ofrezca una valoración normativa acerca de la homosexualidad? Si es así, ¿sobre qué principios se basa?
Evidentemente, estas preguntas para el movimiento homosexual, y afines, no tienen ningún sentido. Gracias a su increíble influencia en los países occidentales, incluso están consiguiendo que la “comunidad científica” considere que el estar en contra de la homosexualidad sea considerado una patología psicológica: homofobia, lo llaman. Esto lo dice todo acerca de su actitud al respecto de estas preguntas.
Por otro lado, las sociedades occidentales en general (católicas o protestantes: da exactamente igual) no se sienten ligadas por el testimonio bíblico, y ni mucho menos en materia sexual. El consenso universal es que toda práctica sexual es, por principio, a-moral, no se puede calificar moralmente, no es ni buena ni mala, y cada cual, por tanto, es libre de hacer en este terreno lo que le plazca. Este es el discurso que ha alentando la exacerbada promiscuidad heterosexual de nuestras sociedades occidentales, que ya no es justificada ni invocando al amor, ni por ninguna otra razón. Lo cual, evidentemente, ha destruido el matrimonio, que en absoluto se contempla ya como una institución de por vida. Curiosamente, el matrimonio homosexual ha sido aceptado sobre la base de lo que hace ya mucho tiempo está superado entre los heterosexuales: fidelidad hasta la muerte (véase la cuestión de las herencias)1. ¿A quién le importa esto ya entre los heterosexuales? La inmensa paradoja es que en España el matrimonio homosexual ha coincidido en el tiempo con el “divorcio express”. Más que doble moral progresista, estamos ante dos medidas de una profunda lógica interna.
Todo ello es aplicable también a los que, dentro de nuestros propios círculos evangélicos, se han mostrado favorables al matrimonio homosexual de Zapatero. Lo que hace apenas unos pocos años parecía absolutamente imposible que apareciera en España, un posicionamiento público de denominaciones y de personajes evangélicos a favor del matrimonio homosexual, y de la homosexualidad en general, ha acabado dándose en la desconcertante realidad. En un abrir y cerrar de ojos, una parte significativa del mundo evangélico español se ha alineado con lo más radical del liberalismo mundial, y lo peor es que se puede decir que el conjunto del pueblo evangélico en nuestro país es, potencialmente, presa fácil de los liberales. Y ellos lo saben: han condescendido a marchar a nuestro lado para ganarnos por el camino. Poco a poco nos van inculcando su teología y su manera de ver la vida.
En este contexto, a los evangélicos nos es imperativo acudir a la enseñanza bíblica al respecto de estos temas. Es el principio de la Sola Scriptura propugnado por la Reforma. La autoridad de la Biblia es soberana, y toda disputa ha de ser decidida sobre el veredicto de la Escritura, Palabra de Dios (Is. 8:20; Ro. 3:4; 4,3a; He. 4:12 s, por citar solo algunos textos). Por tanto, en este artículo nos proponemos mostrar que, efectivamente, existe una moralidad bíblica normativa acerca de la sexualidad, resaltando los principios sobre los cuales ella reposa, y presentar consiguientemente la enseñanza bíblica acerca de la homosexualidad. Nuestras presuposiciones, las que hasta hace bien poco se suponían en todo evangélico español: que la Biblia, sus propias palabras, es la Palabra inspirada de Dios (Mateo 5:18; 2 Timoteo 3:16; 2 Pedro 1:21) y que las afirmaciones de la Palabra de Dios, a diferencia de las de los hombres, tienen un carácter perpetuo (1 Pedro 1:25).
I. El fundamento de los orígenes
1. Hermenéutica liberal
Pero antes de comenzar, conviene prestar atención a la posición liberal con respecto a la homosexualidad. Si no se hace, se corre el riesgo de no entender la gravísima amenaza que ella supone para las posiciones evangélicas. Los liberales, si bien evitan términos como “posición bíblica de”, sí por lo menos invocan el término hermenéutica, es decir, los principios de interpretación de la Biblia. No reciben el testimonio bíblico como autoritativo, pero sí que razonan a partir de él para llegar a sus conclusiones, y ciertamente lo consiguen. Es necesario, pues, tener presente los principios a partir de los cuales los liberales razonan. Resumidos, muy bien pueden ser los siguientes: 1) La inspiración de la Biblia no es verbal y la revelación divina en las Escrituras es indefinible; por tanto, es subjetiva; 2) El relato de Génesis 1-3 no es histórico, sino meramente mitológico; 3) La Biblia misma da testimonio de que los valores y la moralidad de las sociedades, a partir de los tiempos de barbarie primitiva, son evolutivos, y que Dios aprueba tales cambios (ejemplos recurrentes: el uso de la violencia, la poligamia y el divorcio en el Antiguo Testamento). Más en concreto sobre la condena bíblica de la homosexualidad, ella, o bien, 4) forma parte de los valores primitivos desfasados, que necesitan actualizarse, o bien, 5) no es exactamente lo que la Biblia dice al respecto: hemos leído el texto bíblico vertiendo en él nuestras propias presuposiciones, y una exegesis erudita lo puede demostrar (de momento, los liberales en España invocan preferentemente el argumento 4). Por último, 6) la aceptación de la homosexualidad por parte de la Iglesia viene dada por la ley del amor (“el amor todo lo soporta”).
Hay que reconocer, por tanto, que su posición guarda una coherencia y que, además, representa una cierta posición hermenéutica. Si no lo hacemos, vamos a ofrecer un flanco donde ciertamente nos van a golpear (“no aceptan las evidencias, son fanáticos, etc.”). La verdadera cuestión no es si su posición se sustenta o no sobre una hermenéutica, sino si la hermenéutica que defienden es la hermenéutica bíblica, es decir, de la Biblia misma. Evidentemente, esta hermenéutica solo puede ser sostenida por aquellos que creen en la inspiración verbal de las Escrituras, que es precisamente el punto fundamental que los liberales niegan. Cualesquiera que sean sus argumentos, estos contravienen las afirmaciones bíblicas anteriormente citadas. Es innegable que la inspiración de las palabras de la Escritura es una enseñanza de la Escritura misma. La hermenéutica de los liberales, pues, de partida, sabotea la Biblia como Palabra de Dios2.
Por lo demás, simplemente hay que constatar que la cuestión aducida por los liberales, acerca de la evolución o no de la moralidad bíblica acerca de ciertos temas (punto 3) no es en absoluto nueva: fue exactamente la misma que los fariseos plantearon a Jesús acerca del divorcio (cf. Mt. 19:3 ss). El problema planteado por los fariseos, más o menos, era el siguiente: dada la legislación mosaica acerca del divorcio (Dt. 24:1-4), y dada también la enseñanza de Jesús al respecto (Mt. 5:31 s), o bien Jesús está dando una enseñanza que atenta contra la Ley de Moisés, o bien la moralidad de la Ley divina es evolutiva y, por tanto, relativa. ¿Cuál fue la respuesta de nuestro Señor? Simplemente, se remitió a los orígenes, a la creación del hombre por Dios. “No habéis leído que el que los hizo al principio […] mas al principio no fue así” (Mt. 19:3.8). Indudablemente, para Jesús los primeros capítulos de Génesis relatan acontecimientos históricos y sus afirmaciones son autoritativas. Además, su perspectiva es que los mandatos divinos y las instituciones dadas por Dios en la Creación son de carácter permanente, y toda evolución humana posterior puede ser juzgada a la luz de los mismos. Jesús reconoce, entonces, la existencia de un orden creacional, o ley natural, nociones que vendrían a ser sinónimas.
Por consiguiente, para empezar, los liberales, con su refinada hermenéutica, no tienen la misma lectura de Génesis 1-3 que el propio Señor Jesucristo. Simplemente diremos que este hecho debería hacerlos reflexionar: ¿cuál es, entonces, el baremo autoritativo de ellos para interpretar la Biblia? ¿Realmente pueden con él creer en Jesús y someterse a su autoridad? Puesto que la cuestión de la autoridad no tiene mucha cabida en ellos, porque para eso son liberales, ¿en qué Jesús, por tanto, creen?
2. Génesis 1-2
Siguiendo el procedimiento autoritativo del Señor Jesucristo, es imprescindible referirse a los dos primeros capítulos de Génesis, siempre en busca de sus indicaciones para establecer la moralidad bíblica de la sexualidad. Y a la hora de abordar los dos primeros capítulos del Génesis, es necesario considerar la dualidad que estos dos capítulos constituyen entre sí. Ciertamente, estos capítulos presentan dos relatos distintos de la creación del hombre. Este hecho ha dado pie a la elaboración de la teoría de las fuentes del Antiguo Testamento, cuyo argumento principal es que el nombre de Dios en el capítulo primero (Dios, Elohim, en hebreo) no es el mismo que el nombre del capítulo segundo (Jehová Dios); a partir de ahí se infiere un origen distinto de estos capítulos, y una teología particular a cada uno, proyectándose esto a la práctica totalidad del Antiguo Testamento.
Evidentemente, los datos acerca de la dualidad de estos capítulos están ahí, pero no hay nada en el texto que obligue a interpretarlos a la manera liberal. Si uno es capaz de desprenderse por un momento de la obsesión por el origen evolutivo de los textos bíblicos, y considera los dos capítulos como obra de la misma mano y de la misma mente (y quedémonos simplemente en la misma mano y mente humana), ¿qué encontramos? ¡Una sorprendente armonía entre los dos relatos! En el capítulo primero, Dios es presentado en su soberanía, en su majestad y trascendencia, para lo cual se utiliza el nombre genérico de Dios, formado en hebreo por un plural mayestático. Dios habla al hombre desde lo alto. En el capítulo segundo, Dios aparece con el nombre de Jehová, del Dios en la alianza, en el pacto: Dios entra en contacto con el hombre, se pone a su altura, lo forma con sus manos. Dios aparece aquí, pues, en su inmanencia. El mensaje de los dos capítulos juntos transmite una verdad bíblica fundamental: el Dios único y verdadero, el Dios eterno, es Jehová, el Dios que ha entrado en pacto con Israel. El orden de los capítulos, además, es importante. Dios entra en contacto con el hombre precisamente porque Dios es trascendente y soberano. Dios ha decidido hacerlo así para ejercer su soberanía a través de la historia humana subsiguiente.
Es importante constatar que los dos capítulos están constituidos de manera que la creación de la pareja humana es el punto culminante de ambos pasajes. Sin embargo, la perspectiva de cada uno, una vez más, difiere, pero manteniendo siempre una gran relación interna entre ellos. Se puede decir que la relación entre el capítulo 1 y el capítulo 2 es la que existe entre lo general y lo particular3. De esta manera, observamos que el versículo 28 del primer capítulo presenta un mandato doble que constituye la voluntad primaria de Dios para el hombre a partir del momento mismo de su creación: primero, el mandamiento de procreación, y luego, el de señorear la tierra y los animales.
El capítulo 2 viene a especificar este mandato primario, presentado cómo este, en concreto, se llevaría a cabo: tras su creación (v. 7), Adán es colocado en el huerto para que lo trabaje (vv. 8 y 15), y tras el pacto de Dios con él (vv. 16-17), el primer hombre da nombre a los animales, marcando así su señorío sobre ellos, (vv. 19-20); al seguir encontrándose el hombre solo, Dios crea a la mujer (vv. 20-22a) y la presenta al hombre, lo cual constituye la institución del matrimonio (vv. 22b-24). La perspectiva de este capítulo, por tanto, sigue siendo la del mandato de procreación y dominio de la Tierra, presentado los medios por los cuales ambos se llevarán a cabo: el trabajo para el último y el matrimonio para el primero.
3. Matrimonio, sexo y procreación
El mensaje de estos dos capítulos juntos no es otro que el siguiente: el matrimonio es la institución ordenada por Dios para que el hombre lleve a cabo el mandato de Dios de la procreación de hijos4. La procreación puede darse, de facto, fuera del matrimonio, pero ese no es el medio instituido por Dios y, por tanto, no es —y no puede ser— bueno. El matrimonio es, en el fondo, una institución de defensa de los más débiles (de la madre y, sobre todo, de los hijos), puesto que impone a los padres el deber del cuidado y educación permanentes de los hijos fruto de su unión sexual. Por ordenanza de Dios, el matrimonio es perpetuo, por el hecho de que fue Dios quien la creó, santificando la unión entre el hombre y la mujer en la institución matrimonial. Esta misma era la perspectiva de nuestro Señor, cuando afirmó: “Lo que Dios juntó no lo separe el hombre” (Mt. 19:6).
Por tanto, la clave de la moralidad bíblica con respecto al sexo viene determinada por la interrelación de estos tres motivos: matrimonio, sexo y procreación. Esta moralidad no es, en modo alguno, arbitraria, y de hecho, es perfectamente comprensible aun para el hombre natural, puesto que está ligada a la naturaleza misma de las cosas: el sexo comporta tener hijos, y por ello es necesario el matrimonio. Por esta razón, la moralidad bíblica no era ajena a la tradicional en nuestras sociedades, las cuales, además, han recibido la influencia benéfica del cristianismo durante siglos, reforzando lo que la propia naturaleza enseña y lo que toda persona, a poco que guardara un mínimo de sentido común y de conciencia, estaba dispuesto a aceptar, independientemente de si sus creencias religiosas eran o no genuinas desde un punto de vista bíblico.
Que la Sagrada Escritura considera estas tres nociones conjuntamente es algo bastante evidente. Bastan algunos, pero significativos ejemplos.
A) La identificación entre matrimonio y sexo.
En Levítico 18 y 20, nos encontramos sobre todo con una lista de pecados sexuales que Israel, debido a la santidad de Dios, debe evitar. Es interesante constatar que, aunque distinguidos, el acto sexual y el matrimonio están presentados conjuntamente, de manera que a veces es difícil identificar a cuál se está refiriendo5.
En el Nuevo Testamento, a la objeción de los discípulos acerca de su enseñanza sobre el matrimonio (“Si es así la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse”, Mt. 19:10), Jesús responde hablando precisamente de “eunucos” (v. 12).
El apóstol Pablo, por su parte, censura la unión de un miembro de la iglesia de Corinto con una prostituta citando las palabras de la institución del matrimonio (1 Co. 6:16). Este pasaje es muy significativo. Pablo pone así de relieve la trascendencia del acto sexual, prácticamente identificándolo con el matrimonio mismo.
Por último, en sus recomendaciones a los cristianos sobre la conveniencia de la vida célibe, el Apóstol dice que al hombre le sería bueno “no tocar mujer” (1 Co. 7:1).
B) La finalidad procreativa del matrimonio.
En cuanto a que es la dimensión procreativa el factor fundamental que santifica el matrimonio, y por ende la práctica sexual, nos encontramos con la relevancia, por lo general desapercibida, de la ley del levirato. Por esta norma, un israelita debía tomar a la mujer de su difunto hermano (y hasta pariente cercano, según vemos en el libro de Rut) si este moría sin hijos, para levantarle descendencia (Dt. 25:5 ss). Que el origen de esta norma sea directamente de origen divino, o que sea una costumbre de aquellos tiempos que la Ley de Dios pasa a regular (lo cual nos parece lo más probable, dado que la vemos practicada ya en el período patriarcal, cf. Gn. 38) no tiene mucha pertinencia para nuestro propósito. Lo que sí que es importante constatar es que, en sí mismas, estos tipos de uniones estaban prohibidos por la Ley mosaica y que la normatividad de estas prohibiciones es reconocida también en los tiempos del Nuevo Testamento (cf. Lv. 18:16; 20:21; Mr. 6:17-18). Claramente, pues, era el elemento procreativo lo que justificaba este tipo de uniones, santificándolas. La historia de Onán y Tamar (Gn. 38,5-10) confirma esta perspectiva.
Por lo demás, en Malaquías 2:14-15 tenemos una declaración formal de que es la procreación una de las principales razones de la indisolubilidad (santidad) del matrimonio: “Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto. ¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud”.
4. Mateo 5:27-28
Todos estos datos bíblicos, siendo importantes, tienen que ser considerados como una corroboración o verificación escrituraria de la enseñanza bíblica principal acerca de la moralidad del sexo y del matrimonio. Además de los dos capítulos iniciales de Génesis, que ya hemos considerado, sin duda la enseñanza de la Escritura más importante acerca de estos temas viene dada por las palabras de nuestro Señor en el Sermón del Monte, comentando el séptimo mandamiento del Decálogo: “Oísteis que fue dicho: No adulterarás. Mas yo os digo, que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”.
Normalmente, estas palabras del Señor Jesús son consideradas como una intensificación de la Ley de Dios, que no se limita a las acciones externas, sino también a la disposición del corazón. Perspectiva, sin lugar a dudas, correcta: si algo es pecado en la acción, también lo ha de ser en el deseo o intento. Sin poner en duda, pues, esta explicación, también hay que decir que ella es insuficiente, en lo que a la consideración del acto de codicia, en sí mismo, se refiere. Es decir, ella se centra exclusivamente en la perspectiva del sujeto de la acción, sin considerar la acción en concreto. El problema es que, de esta manera, no se acierta a comprender debidamente la relación del acto de codicia con el séptimo mandamiento, lo cual tiene una gran importancia, porque para que la codicia de una mujer sea pecado, debe ser también, en esencia, una transgresión del mandamiento concerniente al adulterio. Asimismo si nos quedáramos tan solo con la perspectiva subjetiva, podríamos llegar a conclusiones incorrectas, como, por ejemplo, pensar que la misma mirada lasciva es adulterio en el caso del ya casado, pero que no constituye pecado en el no casado.
Es necesario, por tanto, tener una perspectiva lo suficientemente amplia del séptimo mandamiento. Debemos, pues, tener en mente no solo los mandamientos, sino también los principios morales o espirituales que subyacen como fundamento de los mismos. En el caso del séptimo mandamiento del Decálogo, el principio moral no puede ser otro que, tal y como hemos venido viendo, la salvaguarda de la santidad del sexo en el matrimonio. Esto es lo que constituye la pureza en el ámbito sexual y lo que hace que todo aquello que atente contra esta pureza sea considerado como pecado, como transgresión actual del séptimo mandamiento. Esta es, precisamente, la perspectiva recogida en la Confesión de Fe de Westminster y de otros documentos confesionales de la Reforma6.
5. Conclusión
En definitiva, en la Escritura vemos claramente que el sexo está reservado, según la ordenanza de Dios, exclusivamente para el matrimonio, y en este sentido se puede hablar de santidad del sexo. Ello es debido, principalmente, por causa de la procreación. Éste es el fundamento de la moralidad bíblica relativa a la sexualidad. Esta moralidad es normativa, fundada en la creación del hombre por Dios, contenida en el Decálogo, ratificada por la enseñanza del Señor Jesús, de los Apóstoles y, en general, del conjunto de la Escritura. Esta moralidad, por tanto, no está, ni puede estar, sujeta a variaciones por causa de los cambios en los valores y costumbres de las sociedades. Es un hecho bíblico que ella expresa una voluntad en particular de Dios al respecto, y es, por tanto, inmutable. “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla, mas a los fornicarios y a los adúlteros juzgará Dios” (He. 13:4).
II. La homosexualidad en la Biblia
A la luz de esta enseñanza bíblica, es evidente, de entrada, que la homosexualidad no puede ser, no ha sido, no es, ni será nunca, una práctica que pueda llegar a contar con la aprobación de Dios. De por sí, como hemos visto, es una práctica que atenta contra la santidad del séptimo mandamiento. En sí misma, además, la práctica homosexual no comporta ni comportará nunca procreación, lo cual entraña que ella es una perversión de la sexualidad creada por Dios. Si bien la sexualidad en la Biblia no tiene carácter exclusivamente procreativo (cf. el Cantar de los Cantares) también es cierto que no se puede disociar de él (cf. todo lo visto anteriormente). Por causa de ello, la sexualidad bíblicamente establecida y aprobada por Dios es la heterosexual, y en el marco del matrimonio. Por todo ello, hablar de matrimonio homosexual es claramente una contradicción.
1. Romanos 1
En este sentido, la homosexualidad es, seguramente, el pecado que más abiertamente trata de trastornar el orden establecido por Dios para el hombre, el orden creacional, también llamado en la Escritura naturaleza. De hecho, Pablo la califica como una práctica “contra naturaleza” (Ro. 1:26). El primer capítulo de Romanos es el lugar donde encontramos en la Palabra la condenación más explícita y detallada de la homosexualidad, y por eso comenzamos este apartado considerando este pasaje. Además de poner de relieve su carácter antinatural, el Apóstol la relaciona íntimamente con todo lo expuesto en este capítulo, en particular con la idolatría y la sobreabundancia de maldad y violencia entre los hombres.
En primer lugar, es de reseñar que, sin duda, no es casual la relación lingüística establecida por Pablo por medio del verbo “cambiar” (v. 23: “cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen […]”; v. 25: “cambiaron la verdad de Dios en mentira”; v. 26: “aun sus mujeres cambiaron el uso natural en el uso que es contra naturaleza”). Por este procedimiento, la idolatría y la homosexualidad se encuentran puestas al mismo nivel.
En segundo lugar, está la cuestión exegética de dilucidar quién es el sujeto del versículo 28. Una posibilidad sería considerar que este sujeto son los que Pablo ha descrito inmediatamente antes, en los versículos 26-27, es decir, los que han dejado el uso natural del sexo y comenten prácticas vergonzosas. Ello no significaría, por supuesto, que los pecados descritos en los versículos 29-30 fuesen cometidos solo por homosexuales, sino que son los males de una cultura en la que la homosexualidad es una práctica generalizada y aceptada, como era el caso del mundo grecorromano antiguo. De todas formas, la interpretación que creemos más natural es considerar que el sujeto de estos versículos es el mismo que en los versículos 19 y 24, aquellos que no reconocen a Dios. De esta manera, la homosexualidad sería un pecado que el apóstol Pablo quería resaltar especialmente de entre la larga lista de los versículos 29 y 30. De una u otra manera, la condena de la homosexualidad es clara y no admite paliativos.
2. Enseñanza del Antiguo Testamento
La enseñanza de Romanos 1 se encuentra ampliamente corroborada por el testimonio general de la Escritura. La primera aparición de la homosexualidad en la Biblia tiene lugar en Génesis 19, el relato de Sodoma y Gomorra. Que el pecado principal de estas ciudades, y lo que intentaron sus habitantes con los ángeles enviados a Lot, era la práctica homosexual es algo en sí mismo evidente en este pasaje.7 Además, se halla confirmado por la Escritura misma: 2 Pedro 2:7 y Judas 7 hablan de Sodoma en términos que evocan el lenguaje el apóstol Pablo en Romanos 1 (“la nefanda conducta” y “habiendo fornicado e ido en pos de vicios contra naturaleza”, respectivamente).
Por lo demás, vemos claramente en la Biblia como el pecado homosexual era una de las prácticas que caracterizaba las culturas de Canaán, y ello sin duda en relación con los cultos idolátricos (cf. Lv. 18:22-25,27)8. Israel se vio profundamente influido por ellas, llegando a veces a adoptar la homosexualidad como un aspecto corriente en su cultura y vida religiosa. Esto queda reflejado por la sorprendente analogía entre el incidente de Sodoma, en Génesis 19, y el de Gabaa de Benjamín, en Jueces 19. Posteriormente, a lo largo de su historia, los profetas de Israel denunciaron repetidamente esta desviación, tanto moral como religiosa, de la Ley divina (Is. 1:9-10; 3:9; Jer. 23:14; Lm. 4:6; Ez. 16:48-49,53,55-56; así como Dt. 32:3). Es, por tanto, un hecho que el término Sodoma denotaba en el Antiguo Testamento una forma peculiar de pecado sexual, esencialmente ligado a la idolatría pagana, exactamente igual, por tanto, que en Romanos 1.
3. Enseñanza del Nuevo Testamento
Por último, queda por considerar la condena general de la homosexualidad en el Nuevo Testamento. Mucho se argumenta por los liberales que la homosexualidad no fue censurada por Jesús de manera explícita en los Evangelios. De entrada, diremos que el uso del argumento de silencio no tiene ningún valor, porque este nada puede probar. De todos modos, como hemos visto anteriormente, esta aseveración es falsa: la homosexualidad se encuentra implícitamente condenada en las palabras de nuestro Señor en Mateo 5:27-28 y 19:4-6. Establecer con los homosexuales la analogía de la amistad de Jesús con los pecadores en los Evangelios (otro argumento liberal) tampoco sirve de mucho. Su amistad con publicanos y prostitutas no era para confraternizar con ellos, sino para “llamarlos al arrepentimiento” (Mt. 9:13; 21,32). No hay absolutamente ninguna base escrituraria para una supuesta condescendencia de Jesús hacia estas prácticas, como tampoco para con la homosexualidad.
Por lo demás, la condena de la homosexualidad por el Nuevo Testamento es tan evidente que resulta casi imposible pensar en cómo se puede llegar a relativizarlas dentro del cristianismo. Basta considerar cómo el apóstol Pablo enseña que la práctica de la homosexualidad es un pecado que comporta la condenación eterna. Primeramente, en Romanos 1:32 el Apóstol declara que, según “el juicio de Dios”, los que practican tales cosas (es decir, la lista de los pecados expuestos anteriormente, homosexualidad incluida) son “dignos de muerte”. En Pablo, esta expresión equivale, de hecho, a “condenación eterna” (cf. Ro. 6:23: “la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna”). Esta idea está más claramente expresada en 1 Corintios 6:9-10, cuando afirma que “ni los afeminados, ni los que se echan con varones9[…] heredarán el reino de los cielos”.
Es asimismo importante recalcar que estas últimas palabras del apóstol Pablo fueron escritas en un contexto de censura por la tolerancia en el seno de la iglesia en Corintio de pecadores notorios (incesto, pleitos y uso de prostitutas por parte de creyentes). Esto indica la respuesta que la Iglesia debe dar a tales prácticas. En la práctica, la homosexualidad debe recibir el mismo trato que cualquier otro pecado descubierto en el seno de la Iglesia (cf. Mt. 18:15-20). Si no media arrepentimiento, la Iglesia no puede hacer más que lo descrito en 1 Corintios 5:1 ss en relación con el incesto, es decir, la excomunión. De hecho, en ambos casos se trata de transgresiones de lo estipulado en Levítico 18 y 20.
Por lo demás, a la luz del testimonio bíblico, es imposible invocar, como hacen los liberales, el principio cristiano del amor para tolerar las prácticas homosexuales en la Iglesia. El amor, ciertamente, “todo lo sufre […] todo lo soporta” (1 Co. 13:7). Pero en este “todo” del apóstol no están incluidos los comportamientos que transgreden abiertamente la Ley de Dios. En 1 Corintios 13, Pablo emplea la retórica en un pasaje altamente lírico. No apreciarlo sería falsear burdamente el pensamiento del propio Apóstol. Es un hecho que Pablo no sufrió ni soportó el incesto (1 Co. 5) o la blasfemia (1 Ti. 1:20). El amor asimismo es el cumplimiento de la Ley (Mt. 22:37-40; Ro. 13:10) pero no porque el amor abrogue los mandamientos de Dios, sino porque el amor a Dios y a los hombres es el verdadero móvil de la verdadera obediencia a Dios (cf. Gá. 5:6; 1 Co. 7:19). Dicho de otro modo, lo que constituye las “buenas obras” (Ef. 2:10; 1 Timoteo 5:24-25), u obediencia, es el amor. Sin él, no existen las buenas obras y, por tanto, como dice Pablo en 1 Corintios 13, nada somos, nuestros actos religiosos no tienen ningún valor.
En definitiva, tolerar o justificar la homosexualidad en nombre del amor es, de hecho, una verdadera negación del amor bíblico, que no se puede separar de los mandamientos de Dios. Además, y lo que es más grave, es atentar contra el honor debido al Señor, porque el pecado es, esencialmente, transgresión de los mandamientos de Dios (1 Jn. 3,4).
III. Consideraciones finales
1) Como hemos visto en este artículo, existe una moralidad bíblica normativa sobre la sexualidad, por la cual la homosexualidad es caracterizada como pecado. Creemos que es importante resaltar, como hemos hecho anteriormente con brevedad, el grado de sintonía entre esta moralidad bíblica y la moralidad tradicional de nuestra sociedad. Ello no es en modo alguno sorprendente. La Escritura da testimonio de que los gentiles no tienen ley pero hacen por naturaleza lo que es de la Ley, y de que tienen la obra de la Ley en sus corazones, acusándolos o defendiéndolos sus razonamientos (Ro. 2:14-15). Esto significa que la moralidad de la ley bíblica no es un dominio reservado para los creyentes, puesto que todos los hombres, por poco que guarden su humanidad, pueden llegar a comprender las razones de esta moralidad y ver los principios de justicia sobre la que esta se sustenta.
Dar a conocer la justicia, o moralidad, de los mandamientos de Dios es precisamente uno de los importantes cometidos del pueblo de Dios (cf. Dt. 4:6-8). Y este es uno de los ámbitos en los que el pueblo evangélico en su conjunto hemos fallado más clamorosamente, debido sobre todo al estribillo recurrente de “no podemos imponer nuestra moralidad a los demás”, que, a primera vista, nos parece como un claro ejemplo de influencia del liberalismo teológico en nuestras filas. ¿Qué significa, en concreto, esta afirmación? ¿Nos acordamos de que España es un país de aproximadamente 40 millones de católicos? ¿Por qué no recordar lo más claramente posible a este conjunto de católicos el deber moral que tienen contraído para con la Ley de Dios? ¿Calificar los pecados como pecados y llamar al arrepentimiento —lo único que como Iglesia podemos hacer— es “imponer nuestra moralidad”? Según este modo de pensar, nunca será posible en España una Reforma como la que hubo en el siglo XVI, ni siquiera se tendría que evangelizar.
2) El objetivo principal de este artículo tiene que ver con la aceptación por parte de los liberales en nuestro país del matrimonio homosexual aprobado por el gobierno que preside Zapatero. Lo principal que hemos visto es que la hermenéutica liberal es un atentado a la hermenéutica de la Biblia. ¿Cómo se puede argumentar sobre la base de la Biblia para llegar a contradecir las afirmaciones mismas de las Escrituras? ¿Están tan ciegos los liberales como para no ver que lo que dice 2 Pedro 3:16 (torcer las Escrituras para perdición) constituye un peligro real? ¿O es que se creen exentos de él por algún misterioso motivo?
Quisiéramos ser los suficientemente claros en esto. No hay reconciliación alguna, ni posibilidad de convivencia: la hermenéutica bíblica y la liberal son directamente antagónicas y contradictorias. Se niegan recíprocamente. La moralidad bíblica se presenta como permanente y autoritaria, mientras que el liberalismo es en el fondo un sistema amoral, regido por la ley del amor y la tolerancia universales. Por tanto, no tienen la misma noción de Ley divina, ni de pecado, ni de redención, ni aun de redentor. Son dos religiones, por tanto, distintas. En última instancia, no pueden presentar al mismo Dios. En la Historia, las posiciones liberales han sido identificadas con el panteísmo gnóstico. Es la inmanencia absoluta de un ser divino en constante cambio con el mundo. Todas las cosas están en él, y la redención significa, para ellos, adquirir conciencia de ello. Evidentemente, no es este el Dios glorioso y soberano que se revela en la Biblia, al cual los liberales intentan amordazar desde el inicio mismo de Génesis. No es esta, tampoco, la salvación bíblica, la consumada por Jesucristo para todo aquel que cree en Él. Desde el punto de vista bíblico, por tanto, el sistema liberal no es más que mera idolatría. Nada de que extrañarse, pues, si sus adeptos, como hemos visto en Romanos 1, se complacen con los que practican la homosexualidad hasta el punto de saludar alborozados algo tan sumamente opuesto a la Escritura y la naturaleza misma como es un matrimonio homosexual.
Este artículo fue publicado primero en Nueva Reforma, Marzo-Enero, 2006, y usado con permiso. Agradecemos a los editores su bondad al ponerlo a nuestra disposición.
Notas
1 Argumento, por otra parte, falaz. Un homosexual, como cualquier otra persona, puede dejar sus bienes en herencia a quien quiera, sin necesidad de casarse con él.
2 Cf. P. WELLS, Dios ha hablado, (Barcelona: Andamio, 2000).
3 Cf. U. CASSUTO, A Commentary On The Book of Genesis, (Jerusalem: The Magness Press, 1972), p. 91. Excelente comentario de la exégesis judía conservadora. El autor muestra que este era un procedimiento común en la literatura semítica antigua, y también en la bíblica. Sin embargo, los teólogos liberales siempre se han considerado más sabios que los propios judíos que han preservado el texto bíblico durante siglos. Con su exegesis naturalista del Antiguo Testamento, han acabado considerando a Israel como un producto exclusivamente natural de la Historia, lo cual ciertamente ha tenido trágicas consecuencias para el pueblo judío en Europa.
4 J. MURRAY, Principles of Conduct, (Grand Rapids: Eerdmans, 2001; orig. 1957), p. 27; más explícitamente, el matrimonio “es la institución de procreación” (p. 80). Puede decirse que esta es la enseñanza tradicional reformada. C. HODGE, Systematic Theology, (Grand Rapids: Eerdmands, 1979), vol. 3, p. 376, afirma lo mismo al decir: “Dios mandó que la gente se casara, cuando ordenó que crecieran, se multiplicaran y llenaran la tierra”.
5 Para el acto sexual en sí (“descubrir la desnudez”) cf. 18,6-17a; 20,11-12.19-20. Para el matrimonio (“tomar”), cf. 18,20; 20,14.17.10. Los ejemplos en los que ambas ideas parecen identificarse más son 18,17; 20,17. Pero los vemos claramente distinguidos en 18,16 y 20,21. Para un estudio de la relevancia de estos capítulos, cf. J. MURRAY, op.cit., pp. 250-256.
6 Cf. Catecismo Mayor de Westminster, pregunta 139; Catecismo de Heidelberg, preguntas 108-109 ; J. CALVINO, Institución de la Religión Cristiana, II.VIII.41-44 ; J. MURRAY, op.cit., pp. 55-57.
7 Desde los a os 60, la exégesis liberal trata continuadamente de negar que el pecado de Sodoma era la homosexualidad. Cf. los “estudios bíblicos” de la Iglesia Luterana de Canadá, difundidos en la página web de la Pastoral ecuménica VIH-SIDA. Para una introducción al desarrollo de la literatura liberal sobre el tema, y una certera respuesta a sus argumentos más importantes, Cf. G. BAHNSEN, “A la Sombra de Sodoma: Dice la Biblia Realmente lo que Pensábamos Acerca de la Homosexualidad?”, http://www.contra-mundum.org/castellano/bahnsen/Homosexuality.pdf
8 La prostitución ligada a los cultos idolátricos de Canaán aparece en el Antiguo Testamento, como mínimo, en 10 ocasiones, de las que en 6 se refiere a prostitución masculina (Dt. 23,17; 1 Re. 14,24; 15,12; 22,46; 2 Re. 23,7; Job 36,14). En español, la palabra empleada para traducir la prostitución cultual masculina (qade , en hebreo, que indica en sí misma el carácter cúltico de esta práctica) es “sodomita”. En términos generales, es una buena traducción, porque tiene la virtud de dar a entender inmediatamente de lo que se está hablando.
9 Estas dos palabras en griego vendrían a ser sinónimas. La primera, malakos, denota efectivamente afeminamiento, refiriéndose a alguien que se deja abusar físicamente por otros hombres. La segunda, arsenokoités, es, ciertamente, más explícita, como la traducción al español pone perfectamente de relieve.