por Ken Orr
Reforma Siglo XXI, Vol. 2, No. 1
“¡Los sermones deben ser ilegales!” Así dijo el joven en su argumento fervoroso en contra de los sermones en las iglesias. Yo estaba escuchando en el otro pasillo de la tienda Wanamaker en Philadelphia, Pensilvania en los años 70. Me esforcé para oír lo que hablaba los dos hombres acerca de la predicación en nuestra sociedad de hoy.
El hilo del argumento era muy sencillo. Uno dijo que en nuestro tiempo de medios masivos la predicación tradicional simplemente no tenía sentido. Además, hoy la gente quiere contacto íntimo unos con otros (grupos pequeños, discusiones participativas). Opinaban que no había necesidad para una ponencia intermedia como era el sermón. Los sermones son aburridos e irrelevantes. Esta práctica arcaica debía parar. Ilegales fue la palabra que usó.
Yo no creo que quería decir que la legislativa debía pronunciarse oficialmente. Sin embargo, este incidente se gravó en mi memoria, no por la fuerza de la lógica del argumento, sino por la pasión con que esos hombres trataban su tema. Yo acababa de terminar mis estudios en el seminario en preparación para una carrera de predicación, y escuché esa petición vehemente por la expulsión del sermón de las iglesias – y esto por una persona que iba con frecuencia a la iglesia.
Los sermones continúan, a pesar de argumentos como él que escuché. Sin embargo, muchos parecen soportarlos en lugar de escucharlos. Existe hoy un quieta desesperación en cuanto a que el sermón sea el medio divino para impartir la gracia de Dios, el camino para crecer en la vida cristiana. Cuando el predicador sube al púlpito, parece que desciende sobre la congregación un coma espiritual. Tal vez sus caras muestran que están despiertos, pero en su corazón no hay esperanza de ayuda. Y al finalizar el mensaje la situación no ha cambiado.
¿Qué clase de predicación edificará el pueblo de Dios? El apóstol Pedro tiene un pensamiento para nosotros sobre el valor de la predicación en la iglesia. Dijo: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios” (1 Pedro 4:11).
Para Pedro, la predicación es elevada a un puesto de honor, poder, y valor en la vida de la iglesia. Cuando escribe: “Si alguno habla…”, sin duda se refiere a la exposición pública de la Palabra de Dios en las reuniones públicas. “Las palabras de Dios” es traducido en algunas versiones como “los oráculos de Dios.” En la literatura griega antigua, esta frase se refiere a la elocuencia de los dioses paganos cuando se dirigían unos a otros. El apóstol parece decir: “Cuando habla en la iglesia, hazlo como si estuviera comunicando el mensaje elocuente de Dios.”
Esta exhortación de Pedro saca a la luz cuan grande que es el deber tanto de predicar como de escuchar la palabra de Dios. Predicar como si estuviera hablando las mismas palabras de Dios no va con la arrogancia o presunción. Esta tarea debe realizarse con la autoridad, propósito y contenido que refleja el celos que Dios mismo tiene por el bienestar de su pueblo.
Durante los siglos, el sermón ha sido el instrumento clave en el desarrollo de la iglesia. Muchos han sido traídos al arrepentimiento y la fe a través de la declaración pública de la palabra de Dios. Cuando la iglesia del Nuevo Testamento recibió el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, Dios usó el sermón de Pedro para explicar lo que estaba haciendo, y para aplicar esta gran obra del derramamiento del Espíritu. Miles se convirtieron.
Desde Pentecostés en adelante la predicación debía tomar un lugar muy importante en la edificación de la iglesia de Jesucristo. Y estas son las razones:
1) Primero – Cuando se predica de manera bíblica, se usa la Biblia. Ella es leída, enseñada y aplicada. Hay poder en la palabra de Dios. Cuando la Biblia es la base para nuestro sermón, la iglesia es bendecida. Consideremos la respuesta 89 del Catecismo Menor de Westminster: “El Espíritu de Dios utiliza la lectura de la Palabra, pero especialmente la predicación de ella, como medio eficaz para convencer y convertir a los pecadores, y para edificarlos en santidad y consuelo por medio de la fe que dirige a la salvación.” La iglesia llega a ser más saludable y crece cuando lee la Biblia.
Cuando se usa la Biblia en el púlpito, los grandes temas de la redención se oyen, tales como la salvación, el arrepentimiento, la fe, la regeneración, la muerte expiatoria de Cristo, la justicia y las otras doctrinas principales. Y la calidad de vida espiritual de los oyentes mejora por medio de estas enseñanzas. De la exposición semanal de la Palabra, crecerá la confianza en Dios, la humildad, la oración y la sumisión.
2) Segundo – La predicación es un medio eficaz de la gracia para la iglesia por una segunda razón – a través de la predicación Jesucristo mismo habla. He aquí uno de los distintivos de la herencia Reformada que debemos resucitar del polvo. La voz del predicador es la voz de Jesús para su pueblo. Cuando Jesús envió a los 72 dijo, “El que los oye a ustedes, me oye a mí; él que los rechaza a ustedes me rechaza a mí.”
La voz del salvador es escuchada en la predicación de la Palabra. Esto no es una declaración arrogante de los que reclaman inspiración para los domingos por la mañana. Es una declaración basada en una interpretación cuidadosa de las escrituras.
Comparemos las palabras de Moisés en Deuteronomio 30 con la explicación del Nuevo Testamento, en Romanos 10. Veremos que es la misma voz de Jesús que se oye en los púlpitos los días domingo. Moisés habló a la gente de su día acerca de la obediencia a la voluntad revelada de Dios. Dijo, “Porque este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo, y nos lo traerá y nos lo hará oír para que lo cumplamos? Ni está al otro lado del mar, para que digas: ¿Quién pasara por nosotros el mar, para que nos lo traiga y nos lo haga oír, a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas” (Deut. 30:11-14).
Este pasaje enseña que la palabra de Dios, escrita en tablas de piedra, estaba entre ellos también en la enseñanza de Moisés el siervo de Dios.
Cuando el apóstol Pablo recoge este pensamiento de Moisés, le da una interpretación desde la luz del nuevo pacto. Dice en Romanos 10:6-8, después de citar el pasaje en Deuteronomio, que la predicación de las buenas nuevas de salvación en Cristo está entre nosotros, por medio de la proclamación del predicador. Escribe, “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? Notamos que oír a Jesús en la primera pregunta es lo mismo que oír al predicador en la segunda. La voz misma del salvador es oída en la predicación de la palabra.
Juan Calvino opina así: “Entre tantos y tan excelentes dones con que Dios ha adornado al linaje humano, es una prerrogativa particular que se haya dignado consagrar para sí la boca y lengua de algunos para que en ellas resuene su voz” (Institución de la Religión Cristiana, IV:1:5). Así empezamos a comprender mejor las palabras de Pedro, “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios.” La predicación es un medio de la gracia para la iglesia por el uso cuidadoso de ella en el púlpito, y porque en ella se oye la voz misma de Jesús.
3) Tercero – Entendemos que la predicación edifica la iglesia también, porque el Espíritu Santo tiene un deber especial de capacitar para este trabajo. En 1 Corintios 2 leemos, “Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor. 2:4,5). El gran apóstol predicador no dependía de talento humano en la oratoria o la lógica. Se apoyaba únicamente en la “demostración del poder del Espíritu.”
Escuche esas cinco palabras: “Demostración del poder del Espíritu”! Así debe ser la predicación en la iglesia de hoy: ¡demostraciones del Espíritu Santo! Tal acción divina en el púlpito debe ser el deseo profundo de todo predicador y también el anhelo del pueblo de Dios. Esto es lo que pedía sobre todo el apóstol Pablo cuando se paraba para hablar. No se interesaba en lo novedoso o la emoción de estas demostraciones, sino que se interesaba en la fe de sus oyentes. Predica de tal modo, “para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.”
¿Le parece trivial decir que la necesidad urgente de hoy es por el poder del Espíritu Santo en la predicación? Necesitamos desesperadamente esta demostración. Y se alcanza en dos formas: Primero, el pueblo de Dios debe anhelar y orar por ello. Debemos desear sermones con contenido, autoridad y poder, que resuenan “las mismas palabras de Dios.” Debemos rogar a Dios por nuestros predicadores. Y cuando oramos así por el poder del Espíritu Santo en el púlpito, oiremos sermones poderosos.
Una segunda forma de alcanzar el poder del Espíritu en el púlpito en a través del corazón del predicador. Tal poder espiritual brota de una vida de piedad, integridad y devoción. El predicador que anhela la demostración del poder de Dios tiembla ante la expectativa de subir al púlpito si no antes le ha rogado a Dios por su ayuda. Tiene un deseo fuerte de ser usado de manera efectiva, y de ver vidas cambiadas. Jonathan Edwards dijo, “Cada vez que voy a predicar, quiero ver a cada hombre entregar su vida a Cristo. Pero si lo hace o no, le daré el mío.” Cuando un hombre lleno del Espíritu sube al púlpito deseando ver vidas cambiadas, sucederá una “demostración del poder del Espíritu.”
Es la predicación que edifica la iglesia. El hombre en el púlpito se levanta para predicar, y habla “como uno que habla las mismas palabras de Dios” porque usa la Biblia, porque es oída la voz de Jesús, y porque el Espíritu Santo capacita.