En Deuteronomio 6, el fiel siervo de Dios, Moisés, reunió a Israel para inculcar en sus corazones el deber de
“amar a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerza” (versículo 5). El método
que prescribió para alcanzar este objetivo fue la enseñanza. Dijo: “Y estas palabras que yo te mando hoy,
estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el
camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas… cuídate de no olvidarte de
Jehová, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (versículos 6-9, 12).
Como padre, como pastor, como profesor de escuela dominical o de catecismo, ¿se te conmueve el corazón
cuando lees estas palabras? ¿Anhelas que se diga de ti lo que se le dijo a Timoteo sobre su madre y su
abuela? “trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en
tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también… Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 1:5, 3:14-15).