UN SOLO MEDIADOR

Por Nicolás G. Lammé

Reforma Siglo XXI, Vol. 14, No. 2

P.36 ¿Quién es el mediador del pacto de gracia?

R. El único Mediador en el pacto de gracia es el Señor Jesucristo, quien siendo el eterno Hijo de Dios, de la misma sustancia e igual con el Padre, se hizo hombre en la plenitud del tiempo, y así era y continúa siendo Dios y hombre, en dos naturalezas completa- mente distintas y una sola persona, para siempre.

Pablo escribió en 1 Timoteo 2:5, “Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”. En este versículo tan sencillo todo el contenido de las buenas nuevas está comprimido. Es un mensaje sencillo. Pero su sencillez es a la vez su profundidad. Para algunos, este mensaje es nuevas de gran gozo. Para otros, su sencillez se vuelve el mismo tropiezo que les impide en su búsqueda de Dios. Sobre él tropiezan y caen y su caída es tal que nunca jamás se levantan. Para algunos, estas nuevas de “un solo mediador” se parecen a un banquete que les satisface el alma hambrienta y sedienta de Dios; satisface todos sus deseos como ninguna otra cosa. Pero otros hay que no pueden saborear las delicias de aquel banquete, pues lo prueban pero se van decepcionados. Nos preguntamos, ¿por qué hay tanta
diferencia entre estos dos grupos? ¿Por qué será este mensaje para algunos tan profundo como la mar y para otros un cuento de hadas necio, un triste vestigio de una época pasada de ignorancia precientífica?

La diferencia entre éstos radica en su forma de acercarse a Dios. En realidad, no hay muchas maneras de acercarse a la deidad, sino solo dos. O nos acercamos mediante nuestros propios esfuerzos religiosos (este es el paganismo en todas sus formas) o por medio de los esfuerzos de otro, es decir, por un mediador entre Dios y los hombres. Los únicos que pueden saborear el mensaje del Evangelio cristiano son solamente aquellos que se rinden ante la tarea imposible de buscar a Dios solos, sin ayuda y sin mediador. Los demás, de una u otra forma, intentan acercarse a Dios mediante sus propias fuerzas, devoción, estudios, sacrificio u obediencia. No obstante, esta tarea no pasará de ser una quimera, un fantasma escurridizo; siempre les será imposible de alcanzar. Pero, ¿por qué será así? ¿Por qué necesitamos a un mediador para poder ir a Dios?

Los que se empeñan en buscar a Dios por medio de algún esfuerzo humano simplemente no ven el asunto claramente. No entienden la gravedad del problema que ellos mismos tienen. A lo mejor ni siquiera se dan cuenta de que lo tienen.

¿Y cuál es? Realmente, los hombres tenemos un problema triple en lo que concierne a nuestra búsqueda de Dios.

Primero, ¿cómo será posible para el hombre que está en la tierra, limitado por el tiempo y el espacio, conocer al Dios que está en los cielos? Él está lejos de nosotros. ¿Adónde podremos ir para encontrarlo? Construimos edificios, altares y relicarios —lugares que supuestamente nos ayudan a buscar y (según se espera) encontrar al Dios eterno—. Sin embargo, aunque el hombre edifique mil santuarios dedicados a la búsqueda de Dios, no puede eludir la realidad desconcertante de que cuando entra en su lugar de devoción religiosa, Dios no se encuentra ahí. Somos como los griegos, edificando templos para los dioses que viven en el monte Olimpo, lejos e inaccesible al hombre mortal. Si Dios está en los cielos, según oramos en el Padre Nuestro, según él mismo ha dicho, ¿dónde y cómo lo hallaremos? ¿Quién nos enseñará el camino? Él no está en nuestros templos, pues el apóstol Pedro ha dicho que Dios “no habita en templos hecho a mano” (Hechos 7:48). Él está en el cielo. Pero no sabemos qué es ni dónde está este “cielo”. ¿Es un lugar de nuestro universo? ¿Es otra dimensión de espacio y tiempo? ¿Qué será? No sabríamos responder.

No obstante, alguien responderá que Dios está en todas partes. Es omnipresente; está en el cielo y en la tierra. Los terrícolas no tenemos que buscarlo en el cielo, porque Dios está en medio de nosotros aquí y ahora, en el planeta Tierra. Pero, hay otro problema. No lo puedo ver, ni palpar ni oír. Si bien está en todas partes, hasta aquí en mi propia presencia, aun no elimina mi problema, porque Dios no es de carne y hueso como somos los seres humanos. Es espíritu. ¿Cómo podré yo, un ser de carne y hueso, un ser finito y limitado, conocer a Dios, un ser puramente espiritual, sin espacio, sin límite, sin forma? ¿Cómo podrá el hombre finito hallar al Dios infinito? Él es tan diferente de nosotros. Tiene un modo de existencia completamente otro. Vivimos en el tiempo, pero Dios es atemporal. Estamos limitados por espacio, pero Dios (como hemos confesado) es omnipresente, es decir que existe en todas partes al mismo tiempo en la totalidad de su ser. Dios no es creado, sin principio y sin fin, no obstante, nosotros somos mortales con fechas de nacimiento y vencimiento. ¿Cómo podrá el ser mortal entrar en comunión con lo inmortal? Este es un problema que la omnipresencia de Dios no resuelve. Si Dios estuviera en frente de ti, ¿cómo podrías conocerle cuando en nada se parece a ti? La otredad de Dios es para el hombre mortal, de carne y hueso, un problema insuperable.

Las grandes religiones del mundo han reconocido este obstáculo y las soluciones abundan, pero ninguna satisface. Para las religiones orientales, la respuesta radica en perder nuestra humanidad, dejar de ser humano y ser absorbidos en y por lo divino. En cambio, el Islam enseña que Dios está tan lejos del hombre en su ser que es realmente incognoscible. Y otros, debido a la dificultad que este problema nos presenta, no creen que Dios exista en absoluto.   ¿Cómo llegaremos   a conocer a Dios cuando no se parece a nosotros en nada?

¿Dejaremos de ser seres humanos? ¿Nos daremos por vencidos porque la tarea va más allá de lo que podemos realizar humanamente hablando o simplemente dejaremos de creer?

Lo más seguro es que muchos simplemente ignorarán el problema. Están satisfechos con una fe sin complicaciones, sin obstáculos y sin inconvenientes. Les basta poder “sentir” a Dios. Se dejan mover por experiencias sentimentales y asocian el cálido sentimiento de su alma con la presencia del Espíritu de Dios. No obstante, al fin y al cabo, esta clase de religión tiene que ser insuficiente. Primero porque no podemos pasar cada momento de la vida en ese estado de ánimo emocionante. Pero en segundo lugar, existe un problema aun más grave que no poder “sentir” a Dios de esa forma en todo momento, a saber, que Dios nunca en ningún lugar nos instruye que lo sintamos. Nunca dice: ¡Siénteme! sino que dice: ¡Conóceme!

Este es el problema central de nuestra fe.

El problema principal de nuestros sentimientos es que son muy inestables. Yo me dejo llevar a menudo por un sentimiento de enojo o amargura o tristeza. Muchas veces, no siento lo que debería. Todos conocemos el sentimiento de envidia. Cuando otra persona prospera, por envidia me siento mal, cuando debería gozarme en la prosperidad de mi hermano. A veces me siento muy cercano a Dios y otras veces pareciera que estoy en el valle, abandonado y sin socorro alguno en mis aflicciones. En un momento, me elevo hasta el tercer cielo en adoración y en la contemplación de las grandes verdades en la Biblia, y en el otro, las realidades y golpes de esta vida me devuelven los pies a la tierra y me reducen a la nada. No hay en mis sentimientos ningún fundamento para acercarme verdaderamente a Dios. En ellos no podemos confiar. Por ellos no podemos estar seguros de que hemos conocido a Dios de verdad. No nos sirve para nada ignorar el problema del cono- cimiento de Dios.

¡Espera un momento! —diría alguien—. ¿No es cierto que Dios nos hizo a su imagen? ¿No significa esto que él nos dotó de almas racionales capaces de conocerle? —Nos hizo seres espirituales para poder conocer al supremo Ser espiritual. No importa que no tengamos su naturaleza divina. Dios nos ha dotado de la capacidad espiritual para poder entrar  en comunión real y significativa con su propia persona. Eso es muy cierto, pero aun así no elimina nuestro problema. Es cierto que Dios está en todas partes y es más cierto aun que Dios nos hizo a su imagen para poder gozar de una comunión íntima con él, aunque él sea completamente otro. Pero, existe un problema que aflige a todos los hombres. Es el problema del pecado. El pecado representa una brecha entre Dios y el hombre imposible de atravesar por ningún esfuerzo humano. Esto nos impide de forma sin igual que entremos en unión con Dios nuestro Creador. ¿Por qué será?

Hoy en día el pecado ha caído en desgracia con la gente y con él, ha desaparecido también el concepto de la santidad inefable de Dios. Hoy en la radio abundan canciones “cristianas” que hablan de Jesús como si fuera el noviecito del cantante. Dios Padre es nuestro amigaso y el Espíritu está    a nuestras órdenes. Pero este Dios no es nada más que un ídolo del corazón moderno que desesperadamente anhela detener todo conocimiento de su propia deficiencia a la luz de la santidad temible de Dios. Sustituye la anticuada idea del pecado por un concepto sicologizado del hombre. Borra de su memoria todo rastro de la culpabilidad y en su lugar edifica una torre de Babel con su propio esfuerzo y fuerte autoestima mediante la cual él mismo puede ascender y conocer a Dios. Y ¿quién sabe? Quizá por este esfuerzo hercúleo de voluntad y bondad humana el hombre llegue a entender que a fin de cuentas Dios no es tan diferente de todos nosotros; al fin y  al cabo, Dios está en todos nosotros, y aun en todas sus criaturas. Este es el mensaje del paganismo moderno que pasa en muchos lugares por una u otra forma del cristianismo. No obstante, en su esfuerzo por elevar al ser humano más allá de su pecado y culpa, ha eliminado también toda la brecha que existe entre Dios y el hombre. Sin embargo, no resultó en mayor comunión entre Dios y el hombre, sino en la eliminación de toda diferencia entre la criatura y el Creador a fin de que ahora son uno y lo mismo. La respuesta del paganismo al problema del pecado, a la brecha que existe entre nosotros y Dios, es hacer del hombre un dios.

No obstante, por más que el hombre se quiera creer un dios, al polvo regresa siempre. La muerte es el triste y fastidioso recordatorio de que somos, al final de cuentas, sólo hombres, e indefensos ante el espectro de nuestra finitud. La conciencia de la muerte es el recordatorio constante del pecado y de la santidad de Dios, porque por causa de la muerte, también somos conscientes del juicio, es decir, somos conscientes de la recompensa que merecemos debido a nuestro pecado, debido a la ofensa que hemos cometido contra el honor y voluntad de un Dios inefablemente puro. Por más que el hombre se esfuerce por olvidarse de estas cosas o por interpretarlas a su manera, no puede eludir para siempre su fin inevitable. La muerte convierte a los dioses en hombres y a los hombres en polvo y nos conduce imparablemente al tribunal del Juez de toda la tierra. Por el pecado, “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Heb. 9:27), “porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Cor. 5:10).

No hay un paliativo fácil para el pecado ni sus efectos. No hay una píldora que lo cure, ni una venda que lo pueda cubrir. El pecado tampoco es una alteración psicológica que un buen psicoanálisis nos pueda remediar. No es tampoco, como suponen muchos, la simple mala conducta. Clasificar el pecado en términos tan limitados sería minimizar lo que es en verdad. El pecado en sí es mucho más profundo que una mala conducta. Es, como dijo una vez el célebre pastor John Gresham Machen:

El pecado no es un mero nombre colectivo para la sucesión fortuita de acciones erróneas, sino un poder de maldad formidable, unitario y espiritual, en cuya presencia estamos indefensos; nos arrastra de regreso al fango; nos ofusca la visión bendita con un paño negro de desesperación.

Este es el pecado, un poder de maldad formidable, unitario y espiritual. No nos viene desde fuera, sino que brota de nuestro mismo corazón una fuente de maldad que contamina a todos a quienes tocamos, pues tanto en cuerpo como en alma, estamos corrompidos, torcidos y mutilados por el poder de esta fuerza de maldad. Nos afecta tanto en el alma como en nuestro ADN. No nos hacemos pecadores al pecar, sino que pecamos porque somos pecadores. Es nuestra naturaleza. Por esa razón la Biblia dice que “engañoso es el corazón más que todas las cosas y perverso; ¿quién lo conocerá?” ( Jer. 17:9). Cuando queremos hacer el bien, el mal está presente en nosotros. Y el mal que no queremos hacer, eso hacemos casi como si fuera por instinto (ver Rom. 7). El corazón se ve arrastrado por la maldad desde nuestra juventud y todos los pensamientos de él están contaminados con la perversión de un egoísmo suicida. El mundo gira en torno a nuestros deseos, sean rectos o perversos, y no hay nada, ni siquiera nosotros mismos, para detenernos.

Nuestra condición es de verdad miserable. Lo peor de   la condición pecaminosa es que la mayoría de los pecadores viven en rebelión abierta contra su Hacedor y ni cuenta se dan. Pecan y lo ven como la cosa más normal de la vida humana. Y cuando se les niega su deseo, se entristecen y no pueden estar contentos. No nos podemos renovar. Renovar nuestro corazón sería tan fácil como cambiar el color de nuestra piel o de nuestros ojos. Dios mismo hizo la pregunta ante Israel de antaño: “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?” ( Jer. 13:23) y “Cosa espantosa y fea es hecha en la tierra; los profetas profetizaron mentira, y los sacerdotes dirigían por manos de ellos; y mi pueblo así lo quiso. ¿Qué, pues, haréis cuando llegue el fin?” ( Jer. 5:30-31). No podemos hacer el bien, y peor, pareciera que ni siquiera queremos.

No obstante, si el testimonio del Antiguo Testamento  es condenador, el Nuevo Testamento pinta un retrato del hombre aun más desesperanzador. Pablo dice en la epístola a los Romanos, junto con el salmista, que “no hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom. 3:10-12). Y por causa del pecado del hombre, toda boca se cierra y todo el mundo queda bajo el juicio de Dios (3:19).

Pero es peor aun. El pecado no es una mera enfermedad espiritual. Es muerte. Este es el testimonio de Dios mismo. No estamos meramente impedidos de tener comunión con Dios, la cual tendríamos si tan solo la quisiéramos. Definitivamente, nuestra condición no tiene remedio humano, porque la Palabra de Dios nos dice que en nuestro pecado estamos muertos.  Si tan solo estuviéramos enfermos o debilitados, habría la

esperanza de que nos levantáramos en algún momento. Pero, ¿acaso hemos visto a un muerto levantarse? Un muerto no puede hacer nada. Pablo nos recuerda que “estábamos muertos en nuestros delitos y pecados” (Ef. 2:1) y que en esta muerte estamos “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (2:12).

Esta es nuestra condición. Somos como aquellos huesos secos que el profeta vio en el valle. El Señor nos hace la misma pregunta que le hizo al profeta: “¿vivirán estos huesos?” (Ezeq. 37:4). Si dependiera de los huesos, ¿vivirían? ¿Y nosotros?

Si pudiéramos superar todo otro obstáculo entre nosotros y Dios, este sería el obstáculo insuperable, pues el pecado no tan solo nos mató, sino que por él nosotros nos topamos con el muro inamovible e infranqueable de la santidad de Dios, en cuya presencia se admite únicamente a los perfectos de camino. Pues este Dios tiene ojos muy puros para ver el mal (Hab. 1:13), y “vendrá con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego. Porque Jehová juzgará con fuego y con su espada a todo hombre; y los muertos de Jehová serán multiplicados (Isa. 66:15-16). Si el Señor así inculpa de pecado, ¿quién se mantendrá en pie?

Si es así, ¿quién nos llevará a Dios? Estamos indefensos e incapaces de hacerlo nosotros mismos. Más que todo, necesitamos a un mediador, a alguien que no tenga los obstáculos que tenemos nosotros, a alguien que nos pueda facilitar un acceso libre e ininterrumpido a Dios. De no ser así, estamos perdidos. De no ser así, la vida es más vana que la vanidad, pues, comamos y bebamos, porque mañana moriremos.

Sin embargo, las buenas nuevas son que sí tenemos un mediador fuerte y poderoso que ha superado todo obstáculo humano y nos hizo por sí mismo un camino recto a Dios. Es un camino angosto porque pasa por uno solo, el único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre.

Porque Jesús es el Hijo eterno de Dios, la trascendencia de Dios no se lo impide, porque “está en el seno del Padre” y Jesús mismo es aquel que “le ha dado a conocer” ( Jn. 1:18). Siendo Jesús el eterno Dios, él es de la misma sustancia que el Padre, y así podía decir: “Yo y el Padre uno somos” ( Jn. 10:30). Conocer a Jesús es conocer al Padre también.

Fue necesario que nuestro mediador fuese divino, Dios en la carne, para que también pudiera superar nuestro impedimento principal, el de nuestro pecado. Nuestro mediador tenía que ser capaz de sostener y conservar la naturaleza humana de “sucumbir bajo la ira infinita de Dios y bajo el poder de la muerte”2 Tenía que poder “satisfacer la justicia de Dios, procurar su favor, comprarse un pueblo especial, darles su Espíritu, conquistar sus enemigos, y llevar a su pueblo a la salvación eterna”.3 ¿Cuál mero ser humano podía hacer esto por nosotros? Es Jesús, que por su poder divino, nos arrastra del fango, nos viste de lino fino y nos coloca en lugares celestiales. ¿Cuál hombre hay que pueda soportar la feroz ira de Dios contra el pecado y los pecadores? Pero en Cristo, el cual se entregó a la ira de Dios por nosotros para satisfacer una vez por todas esa ira y la demanda de la ley, se nos abrió una fuente de gracia y un acceso al trono de la gracia, para que el hombre alcanzara misericordia y hallara gracia para el oportuno socorro (Heb. 4:16).

Pero esto no es todo. ¡Hay más! El mediador no es tan solo Dios, sino hombre también. Fuimos los seres humanos, en nuestra naturaleza, los que nos rebelamos contra Dios. Nuestra es la naturaleza corrompida. No obstante, Dios no nos deshizo, ni destruyó por completo la obra de sus manos, sino que para salvarnos, en el debido tiempo, el Hijo eterno asumió nuestra naturaleza para rendir toda obediencia a Dios por nosotros, como uno de nosotros, y así sufrir por nosotros y por nuestros pecados en nuestra naturaleza.4 Se identificó con nosotros en todas nuestras debilidades a fin de que fuésemos adoptados como hijos de Dios en él. Pues, la Biblia dice que “convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos. Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos, por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos… así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo… Por lo cual, debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo”.

Y esto hizo Jesús, mediante la ofrenda de su cuerpo hecha una vez para siempre en la cruz (Heb. 10:10). Por medio de su intercesión por nosotros en la cruz y su perfecta vida y obediencia que le rindió a Dios durante su vida de humillación, este Mediador condenó al pecado en la carne (Rom. 8:1-3) y nos dio potestad de ser llamados hijos de Dios ( Jn. 1:12- 13). Así habla de su intercesión Pablo cuando dice: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Aparte de Jesús, ¿quién entrará al santuario del Altísimo?

Con Jesús, hay esperanza firme y perfecta para el pecador.

¡Cuánta necesidad tenemos de un mediador entre Dios y nosotros! Jesús es suficiente para nosotros y no hay otro aparte de él. Hoy se acerca a nosotros por su Palabra y su Espíritu, el que estuvo muerto, mas he aquí vive por los siglos de los siglos (Ap. 1:18). ¿Qué hombre hay que pueda acercarse a Dios por sí mismo o por sus propios méritos? Pues “ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque” (Eccl. 7:20). Pero, Jesús, “habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:12-14). En él y tan solo en su sangre, entraremos en el Lugar Santísimo, porque tenemos un gran Sacerdote sobre la casa de Dios, Jesús, el amante de nuestras almas, nuestro abogado para con el Padre, el cual “es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:1-2).

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